Hace unos días asistí a una asamblea de perros, alarmados por el cariz que van tomando los hechos, o sea, frente a ese acoso y derribo de la especie. Estaban decididos a enfrentarse a la ofensiva hasta las últimas consecuencias. La reunión se convocó con carácter de urgencia tras la decisión de muchos municipios de perseguir a los perros sueltos, los carentes de licencias y otras irregularidades... vistas desde el lado humano.

Antes, había hablado con mi perro (un raterillo) de la complicada situación que vive esta cofradía de descalzos por culpa de algunos desaprensivos que no pueden reprimir las ganas de morder, llegando a la conclusión de que, también aquí, pagan justos por pecadores y se mete en el mismo saco a un salchicha seráfico y a un doberman con la olla desquiciada.

Mi mejor amigo me miraba con sus ojos de aceituna negra, asintiendo, mientras yo trataba de explicarle que sus incursiones callejeras debían acabar y que sólo atado a la correa podríamos darnos el garbeo acostumbrado. Y entonces se arrancó, y me ladró reivindicando que también ellos tenían su lista de agravios. Conocía casos de perros mal atendidos, maltratados y hasta abandonados. Y me dijo lo de la asamblea, que estaba convocada por una veterana asociación canina fundada en 1902 por el perro de Pavlov, harto de salivar. Y, también, paradigma de la explotación laboral disfrazada de investigación. Habían invitado al presidente de una sociedad protectora de animales y estaban decidiendo si permitir la presencia de algún periodista. Me ofrecí voluntario.

Me aceptaron, y una noche, cuando los dueños dormían a pata suelta, tuvo lugar el encuentro en un solar llamado a recalificar, si acaso no lo están todos. Habría unos doscientos canes de todas las razas en representación de los miles de perros residentes en la Comunidad. El ladrido cantante lo llevaba un setter, originario del barrio de Chelsea (Londres).

Hecha la introducción, un pointer explicó la frustración a que estaba sometido, debiendo cazar sin catar; por un rottweiler nos enteramos de que se adiestraban a congéneres para peleas clandestinas a muerte; un pit-bull contó cómo fue abandonado en una gasolinera; a un chihuahua le habían estropeado el olfato con la manía de los champús perfumados de una viuda; había dos hermanos foxterrier, de contrastado pedigrí, encargados de vigilar una penosa huerta en las afueras: una vulgaridad, protestaron. Por no hablar de un caniche trufado de terrrier, cuyo cometido, a todas luces inverosímil, era hacer de guardián en unos almacenes clandestinos.

El capítulo de malos tratos fue peor, y varios perros sin casta ni raza aparente se quejaron de recibir patadas de sus dueños cuando les venía el malhumor o le daban al trago. A unos galgos no los paseaban nunca, otros se quejaron de falta de cariño, de descuido en la limpieza, de pasar hambre... Al final, echaron la culpa a la mala prensa - aquí me miraron todos- y volcaron su empeño en montar un gabinete de comunicación. Me contrataron por una perra gorda, y éste, claro está, es el primer comunicado.