Dios da pan a quien no tiene dientes. Es lo que reza el refrán. Cuando lo escuché, me produjo fascinación y rechazo a partes iguales. Lo segundo, por la injusticia colosal y cruel que anuncia. Lo primero, porque me permitió intuir que la vida, de consistir en una figura retórica, se revelaría como esplendorosa ironía. Vamos, que la broma es infinita. Y precisamente, la máxima de Wallace ha venido ahora a hacer escarnio en mi persona, a la que han brindado el honor y el privilegio de cederle este espacio periodístico para que se explaye, para que vierta sus (oh, seguro, cómo no) sesudos razonamientos, para que suelte cuerda a su prosa, para que se den un garbeíto sus palabras andarinas, ¡para que se exprese, demontre!; esa aspiración de nuestro verborrágico siglo XXI.

Pues bien. Me ofrecen esta oportunidad, inestimable y golosa, justo cuando más escasa me hallo de labia. Y no, no es el atávico miedo a la página en blanco. Ya ven que no tengo empacho en mancillarla. Se trata más bien de que, últimamente, la realidad no me cincela las opiniones con la rotundidad de antaño. Ahora, cuando me surgen, que a veces ni eso, exhiben unas aristas más redondeadas, un contorno más difuso. No suenan tan alto. O, simplemente, no siento esa necesidad, que antes se presentaba vociferante y despótica, de que me traspasen la boca y se me derramen en la hoja. Puede que, implícitamente, sin habérmelo planteado siquiera, haya llegado a la liberadora conclusión de que, al fin y a la postre, cómo yo vea o deje de ver las cosas no le importa a nadie un carajo.

Sin embargo, a veces, me asalta la epifanía de que, tal vez, la causa de esta indolencia a la hora de airear ante el mundo mis entretelas resida en que no se me ocurre nada con la suficiente chispa como para darle candela al mechero. Que, compartiendo el recelo quijotesco, se me haya secado el seso. O, lo que es peor (¡no mentemos a la bicha!), que lo ya escrito siempre fue mejor. Entonces, prestando crédito a tan aciago presentimiento, vuelvo medrosa sobre mis palabras, temiendo toparme con esa versión pretérita de mí misma, más sentenciosa y más locuaz, que me haga parar en la certeza de que no estoy a su altura. En serio, ¿nunca les ha pasado?, ¿jamás se han infundido miedito en retrospectiva? Se ve que no han tenido infancia entonces. El caso es que, luego, invariablemente, me releo... y nunca era para tanto. Y, qué quieren que les diga: esa mediocridad recién constatada trae consigo alivio y esperanza. Porque significa que lo mejor —¿por qué no?— puede estar por llegar. Dream, dream, dream.

Eso quita un peso de encima. El que le estoy evitando a esta columna de opinión que, por no sostener, no sostiene ninguna, y que ya se está torciendo de pura futilidad. Antes de que el arquitrabe se desplome sobre nuestras cabezas y nos aplaste, aprovecho para excusarme, alegando que da exactamente igual si con este sarpullido mental y verbal no les he llevado a ninguna parte, ya que lo importante no es la meta sino disfrutar del camino... Sí, les concedo que algunos caminos están sobrevalorados, y entiendo que a éste les esté apeteciendo barruntarle el final. Bueno, no se enfaden conmigo. Ya sé que Dios provee con pan a quien no tiene dientes, y que ustedes traían de casa unos caninos muy largos para la poca manduca, migas no más, que yo les he servido. Como decía, la broma es infinita. La buena noticia para su tranquilidad es que este ¿artículo?, no.

Marta Quintín Maza es periodista y escritora.