Aseguraba Johan Huizinga en El otoño de la Edad Media (1919) que entre los siglos XIV y XV las mujeres y los hombres que poblaban el Viejo Continente vivieron por lo general con una constante y acentuada predisposición a experimentar emociones intensas. En el interior de ese espacio acotado que suponía toda villa o ciudad, casi cualquier estímulo, por pequeño que este fuese, era susceptible de llegar a causar reacciones pronunciadas en el individuo, máxime cuando ya fuera del cerco habitado el viajante atrevido se daba literalmente de bruces con el más helador de los vacíos (el silencio absoluto, como la oscuridad profunda, existían entonces). Nos recuerda a este respecto el historiador holandés que en el año 1455 todas las iglesias de la corte de Borgoña repicaron sus campanas durante el tiempo que duró el combate entre dos ciudadanos de Valenciennes, y que lo mismo llegaría a ocurrir en París cuando el Papa llamado a poner fin al cisma fuese por fin elegido. En esta ocasión, por cierto, las campanas de la ciudad sonaron desde la mañana hasta la noche sin interrupción.

La gente participaba con drama y afectación en cualquier clase de procesión y rogativa; su incertidumbre hacia todo lo que le rodeaba se transformaba en miedo. Se escuchaba con docilidad los discursos de los predicadores, se confiaba en su criterio, y se lloraba colectivamente siempre que de algún modo salían a relucir las aterradoras visiones de la eternidad. La grandeza, por su parte, abrumaba. El lujo y la pompa de los más afortunados causaba admiración, era motivo de la elaboración de historias de fantasía y heroísmo donde la realidad acababa difuminándose y fundiéndose con la invención; de la misma forma que los colores, los emblemas y las divisas de algunos señores atraían, por su sola impresión visual, la voluntad y la adhesión de multitudes necesitadas de un líder protector.

Según Huizinga, fuera del mundo del arte (y para ser más precisos, fuera de las composiciones de Jan Van Eyck, que en su opinión representaban a la perfección el misterio de estos tiempos), solamente reinaba la oscuridad. En la tierra abundaba el desorden, y la justicia de los hombres no era verdadera justicia, sino poco más que venganza y puro espectáculo. No debieron ser extraños casos como el del burgo de Mons, que en esta época compró a un capitán de bandidos con el solo propósito de descuartizarlo para divertimento del pueblo; o el del canónigo Nicolás d´Orgemont, que en 1416 fue paseado por las calles subido a un carro de basura. La burla cruel estaba, pues, muy presente, como también lo estuvieron el escarnio y el requerimiento ocasional de venganza. El pueblo disfrutaba con la idea de que la Rueda de la Fortuna pudiese hacer caer en un momento dado a los más grandes poderosos, y hasta se hizo popular la imagen -poco corriente, pero posible- del rey destronado que con el tiempo ha de suplicar arrodillado por un poco de comida.

“Tan abigarrado y chillón era el colorido de la vida, que era compatible el olor de la sangre con el de las rosas. El pueblo oscila, como un gigante con cabeza de niño, entre angustias infernales y el más infantil regocijo, entre la dureza más cruel y una emoción sollozante. Vive entre los extremos de la negación absoluta de toda alegría terrena y un afán insensato de riqueza y de goce, entre el odio sombrío y la más risueña bondad”.

Más o menos acertada (pero igualmente poética), esa es la visión que hoy tenemos a menudo de los dos siglos que dan fin a la Edad Media. La misma que tuvo que tener Ingmar Bergman cuando rodó El manantial de la doncella (1960), donde una niña solitaria es brutalmente violada en mitad del bosque por unos indigentes incapaces de razonar; o, cómo no, la misma que vemos en otra de sus grandes películas, El séptimo sello (1957), en la cual el personaje que encarna Max von Sydow -un caballero que vuelve de las Cruzadas y combate a la Muerte en una partida de ajedrez-, lucha por vivir intensamente los últimos momentos que le quedan de vida. En una de las escenas más memorables de este último largometraje, tras haber conocido a un grupo de actores ambulantes con los que entabla amistad, el caballero que mencionamos llega a decir solemne:

“Nos preocupamos por tantas cosas […] La fe es un grave sufrimiento; es como amar a alguien que está fuera, en las tinieblas, y que no se presenta por mucho que se le llame. Sentado aquí, con vosotros, qué irreales resultan todas esas cosas. Pierden su importancia […] Siempre recordaré este día, me acordaré de esta paz, de las fresas; y del cuenco de leche, de vuestros rostros a esta última luz. Me acordaré de Miguel, así, dormidito, y de José con su laúd. Conservaré el recuerdo de todo lo que hemos hablado; lo llevaré entre mis manos, amorosamente, como se lleva un cuenco lleno hasta el borde de leche recién ordeñada”.