En una de las escenas centrales de El ladrón de bicicletas (1948) observamos cómo su pobre protagonista, ya agotado de arrastrarse por las calles de Roma sin rumbo fijo, decide invitar a su hijo pequeño a comer al menos una pizza en algún lado. Con esa intención se acercan a un local cercano al Tíber; pero es abrir la puerta y darse cuenta el hombre de que aquel no es lugar de pizzas, sino un restaurante verdadero donde para almorzar tendrán que gastar un dinero que no tienen.

Como es tarde para echarse atrás, siguen al camarero hasta la mesa. Sus vecinos en aquel rincón son una familia elegante que parece estar celebrando algo, descorchando botellas, riendo y masticando a dos carrillos. El niño rico de ese grupo, viendo que quien tiene ahora delante es un igual suyo, pero de apariencia miserable, se complace jugando con la comida que se lleva a la boca, restregándole al otro su fortuna, con una clara actitud de desprecio y autocomplacencia. Y este último, que acaba de recibir la que será su única vianda -una tostada con mozzarella fundida-, lucha con los cubiertos para poder comérsela y de paso tratar de enseñar su discreto bocado al otro niño, el cual anda ya entretenido con otras cosas. “Para comer como ellos -sentencia por fin casi llorando el padre a su hijo-, tienes que ganar por lo menos un millón al mes”.

La triste secuencia que aquí hemos venido a recordar, que nos presenta el encontronazo inesperado entre dos niños de naturaleza radicalmente distinta -el uno tan pobre e ingenuo, el otro tan pudiente y odioso-, nos invita a reflexionar sobre lo que en la vida real cada persona está dispuesta a esperar del mundo según su educación y su entorno hayan sido de un modo u otro. Tal y como vino a señalar el sociólogo Pierre Bourdieu, todos aquellos que han crecido en un ambiente social equivalente, tienden a manifestar en su vida adulta estilos de vida, gustos, e incluso formas de ser también equivalentes. Ese factor tan importante es a decir verdad el que hace que en un momento dado un individuo llegue a sentirse incómodo cuando súbitamente y sin poder preverlo encarna un rol u ocupa un lugar para el cual no estaba realmente preparado. En la película, sin embargo, puesto que el niño pobre todavía no ha acabado de comprender que ese restaurante recibe una clientela con un perfil contrario al suyo, opta por tratar de adaptarse como puede: alardeando gestualmente de que tiene un trozo de pan con queso en las manos, e intentando ocasionalmente utilizar el cuchillo y el tenedor cuando nadie le ha enseñado todavía a manejarlos.

En relación con ello, es muy fácil de entender el hecho de que a lo largo de los últimos siglos, una vez los derechos del hombre y del ciudadano dejaron de ser una novedad discutible para convertirse en una certeza incuestionable, las masas de gente desdichada hayan anhelado conquistar cotas de vida mejor. En aquellos momentos todo tuvo que ser tan sencillo como querer vivir dignamente cuando una minoría se jactaba de permanecer rodeada de lujos inaccesibles para la mayoría (y es así que en su origen la lucha de la clase obrera en Europa no pudo tener más explicación que esta). Pero lo cierto es que hoy, tras las conquistas del pasado, las desigualdades persisten; y lo que es peor, no parece haber una verdadera conciencia colectiva que retome el empuje necesario para reivindicar lo que debería ser de todos.

El comunista sardo Antonio Gramsci, que a finales de la década de los años 20 fue encerrado en prisión conforme el fascismo se asentaba en Italia, sostuvo que si el enfrentamiento entre las clases dominadoras y las dominadas hubiese sido directo, los poderosos no habrían tenido opción de mantener su posición predominante mucho tiempo. Por ello defendió que la autoridad sobre el proletariado no pudo haberse ejercido prioritariamente de manera “física”, sino más bien de forma discreta, silenciosa, haciendo un uso muy calculado de la persuasión y del poder de convencimiento, para que finalmente la gente común acabase, de manera casi mágica, compartiendo las posturas de sus mismos verdugos. El poder, en este proceso, apelaría recurrentemente a la patria o a la nación, y con ello estaría fabricando un sentimiento de identidad ficticio que lo único que haría sería alejar a la gente trabajadora de sus objetivos prioritarios como personas libres. A partir de entonces, solo haría falta dar un paso más para que el antiguo proletario -ese que no podía compartir espacio con el rico sin humillarse a sí mismo- terminase por abandonar voluntariamente sus derechos para dejarse rodear por una bandera.