Los libros salen estos días al encuentro de la calle, que una vez al año no hace daño. Detrás, los escritores capean la feria con desigual fortuna, pero hay un cielo para todos.

Con su stand vacío, y en los costados sendos puestos bien concurridos, allí estaba, echando cuentas de su fracaso, solo, como un paréntesis o un futuro imperfecto entre dos presentes de éxito. Había pasado la mañana de largo -y mucha gente también-, sin que nadie mostrara el menor interés por su obra, el libro de su vida. Una señora, aparejada con quincallería tintineante, se había acercado a su mesa, donde tenía todo dispuesto para firmar ejemplares, pero, vana ilusión, sólo quería encontrar al escritor Fulánez, justo al lado.

A esas horas de la tarde, con el sol amarillo desparramándose desde poniente, le dolían las colas de sus colegas, incansables en su tarea de inventar dedicatorias. Hubiera dado la vida por firmar él también aquel libro de tapas rutilantes, y un poco horteras, que le miraba desde la mesa con una mueca chillona y resbalada de luz.

Seguía echando cuentas, ahora del crédito que le había permitido publicar y al que debería hacer frente. "Lo vamos a promocionar en la Feria del Libro", le anunció su editor, una anatomía inmensa y pegada a un apestoso puro bien sujeto entre dos dientes mellados. ¿Por qué había confiado en aquel ex tratante de ganado metido a editor? Por narices, porque ninguna editorial creyó en él y sólo esta sanguijuela de la prosa se ocupaba de los abandonados a su suerte, de los desconocidos porque no publicaban, e impublicables por desconocidos.

Hubo de someterse al marketing del ex tratante, al de sus acólitos correctores, esos tipos que creen saberlo todo y no han escrito nunca: le ordenaron las frases con su cantinela de sujeto, verbo y predicado, porque el desorden -hipérbaton, decían ellos-, lleva a confusión...

Le cambiaron el título a su trama, una cooperante de ONG enamorada de dos nativos gemelos en el Zaire de Mobutu, y decidieron que el libro no se llamaría Tórrido, que a él le sonaba a calor africano y pasión, sino El último escándalo, sin justificar la licencia, a no ser porque el editor-tratante lo veía más ajustado a la idiosincrasia del país.

También se inventaron su currículum, y ahí salía ganando, pues, no vendiéndose el libro, nadie descubriría las mentiras impresas en su solapa. Que aquella era una ciudad de costurero y se conocían todos. Agotado, se metió en la cama. Y soñó. De manera inconcebible podía verse a sí mismo desde un plano cenital, mientras la Academia Sueca le entregaba el Nobel de Literatura. Era una ceremonia ostentórea, ¿o era ostentosa? ¡Qué más daba!, ningún adjetivo rompería su sueño bien agarrado por el triunfo onírico. Decidió no despertarse jamás. Lo enterraron al día siguiente y, él no lo supo, en la esquela pusieron que era escritor. Le hicieron un hueco en el sector literario del cielo de los fracasados -por cierto, abarrotado-, donde, era de ver, todos escribían como los ángeles.