Durante la segunda mitad del siglo XVIII, el barón Paul Henri Thiry d´Holbach organizó uno de los más populares salones de conversación intelectual en París. Todos los jueves y domingos, pensadores y filósofos de la talla de d´Alembert, Helvétius, Rousseau, Adam Smith, David Hume, Benjamin Franklin o Cesare Beccaria acudían a su mansión de la calle Saint-Roch o a otra casa rural suya en Granval para debatir sobre los problemas políticos y económicos de Francia y del resto de Europa. El clima allí era serio, y las bromas no estaban permitidas; el mismo Diderot se había referido cómicamente a estos encuentros como “las cenas de la sinagoga”. A pesar de todo, el salón de Holbach fue hasta tal punto importante que no había embajador extranjero que al llegar a la ciudad no tratase de hallar un pase para acudir a esas elitistas reuniones, que acabaron siendo tenidas como una especie de olimpo de erudición.

Holbach, aquel “primer mayordomo de la filosofía”, se erigió por aquel entonces como uno de los mayores representantes de la ilustración radical, y en compañía de sus numerosos colegas desarrolló algunas de las teorías más reivindicativas que actualmente se le atribuyen. En su singular ensayo Etocracia (1776), se propuso realizar un descarnado retrato de la sociedad en la que le había tocado vivir, destacando todas las injusticias y errores llamativos que observó a su alrededor, para a continuación lanzar una propuesta de gobierno alternativa más acorde a los presupuestos naturales de “la moral” que él consideraba como aspecto esencial (etimológicamente, de hecho, la Etocracia era el “poder de la moral”).

Uno de los aspectos en los que primeramente este libro centra la atención se refiere al inamovible privilegio que todavía disfrutaba por aquel entonces la nobleza en buena parte de occidente. “Porque unos nobles guerreros hayan contribuido en otra época con riesgo de sus vidas a conquistar un reino o saquear las provincias, ¿es necesario que sus descendientes se crean aún, después de tantos siglos, con derecho a maltratar a sus vasallos?”. El autor recordaba a este respecto que en Francia los nobles no estaban sometidos al impuesto de la taille, que tantos problemas había suscitado en el pasado, y que en Alemania la gente privilegiada también forzaba a los campesinos a pagar cuantiosas cantidades; en Polonia la situación de desigualdad era dramática, y en Bohemia y Moravia se habían producido sorprendentes sublevaciones antiseñoriales acompañadas de destrozos y de grandes crueldades. La solución propuesta por el barón, así pues, era tajante. Lo que había que hacer era suprimir la nobleza hereditaria por completo; toda forma de concesión se otorgaría a partir de entonces en función de los méritos que cada individuo hubiese demostrado de manera apreciable, y no como producto de la calidad de su cuna. Además, Holbach entendía que la mayoría de las grandes fortunas eran debidas a grandes injusticias, con lo que planteó también un plan para que quien tuviese más, pagase también más. “Los impuestos sobre el lujo serían muy justos -llegó a decir-, puesto que solo recaerían en los ricos y dejarían libres a los indigentes”.

En segundo lugar, es muy probable que el lector actual de Etocracia se muestre interesado por algunas de las consideraciones que aquí se esgrimen en materia de educación. Como muchos otros ilustrados, también Holbach se preocupó por el alto grado de ignorancia que abundaba entre los ciudadanos de su época; afirmaba que en ausencia de una buena instrucción, todo adulto pasa a ser automáticamente un niño, en el sentido de que de ese modo cualquiera puede ser manipulado y manejado a merced de otros sujetos o entes, los cuales, por más cultos, serán consiguientemente también más poderosos y tendrán más capacidad para influir sobre los demás. “Pero los malos príncipes necesitan súbditos de esta índole. Los antiguos escitas arrancaban los ojos a sus esclavos para que nada pudiese distraerlos de la tarea que les habían impuesto”. Por tanto, el autor adelantaba que cualquier persona debería tener acceso a la educación, que debería haber “escuelas gratuitas y públicas donde se instruyera a la juventud pobre, y las leyes deberían obligar a los padres a enviar allí a sus hijos”. Proclamaba asimismo la necesidad imperiosa de que hubiese una total libertad de prensa (“La libertad de prensa solo es temible para la tiranía, siempre inquieta y suspicaz”), y recordaba que jamás se llegaría a hablar de buena educación si primero no se garantizaba la absoluta tolerancia hacia todas las creencias (“Una nación cristiana donde hay persecución desconoce o pisotea las máximas de su religión”).

Finalmente, y en tercer lugar, merece destacarse el interés de Holbach por humanizar los castigos que se imponían a los presos de su tiempo, consistentes en muchas ocasiones en las más inenarrables formas de suplicio y tortura. Los parisinos habían tomado por costumbre al parecer tomar como reliquias los pequeños trozos de los cuerpos de los reos que quedaban en el suelo tras el espectáculo de la justicia; y hacía poco que una criada había sido condenada a la horca por haber robado dos servilletas a su señor (cuando, casi de forma coetánea, el conde de Charolais se había divertido disparando a los trabajadores que circundaban su casa con total impunidad). “Un hombre que lleva un gran apellido puede en algunos países asesinar, robar, deshonrar y maltratar a sus conciudadanos sin temer el rigor de las leyes, que sirven solo de ejemplo para los ciudadanos sin crédito ni nombre”. Celebraba Holbach por otra parte que en Rusia se hubiese suprimido la pena de muerte, y que en Inglaterra la horca fuese el suplicio de todos los criminales, sin distinción de estatus o de cualquier otro tipo. Por Michel Foucault -que en Vigilar y castigar rastreaba precisamente el paso de esa justicia “del espectáculo” a la otra, más actual, de la reclusión de los presos en cárceles- sabemos que en Inglaterra llegó a idearse, hacia 1760, una máquina de ahorcar que fue puesta en práctica durante el ajusticiamiento de lord Ferrer, y que todavía en 1757 se produjo la espeluznante ejecución del regicida Damiens. Con todo, Holbach, a pesar de su patente carácter pacífico, no pudo evitar incluir aquí algún que otro tormento “no cruel” para los grandes criminales: “podrían ser aplastados públicamente con un bloque de piedra”.