En uno de los pasajes más conocidos -y sin duda polémicos- de la República, Platón llega a declarar que ante la hipotética situación de que un experimentado poeta llegase a la ciudad para hacer alarde de su talento, lo que habría que hacer de inmediato no es otra cosa que pararle los pies, evitar que continuase con su actividad pública y, acto seguido, asegurarse de que se marchaba de la población para no regresar a ella nunca más. Todo ello porque, de no hacerse así, “caeríamos de rodillas ante él como ante un ser divino, admirable y seductor”.

No hay ninguna duda de que Platón tenía una visión tremendamente pesimista de las formas de gobierno propias de su tiempo; tal y como se ve constantemente en sus escritos, solía desconfiar del carácter voluble del pueblo, de su inconstancia, y también de las fatales consecuencias que podrían seguirse en el caso de que se diese demasiado crédito a los rudos designios de la gente común, por definición inculta y carente de recursos intelectuales. La República, por todo ello, proponía un modelo de Estado más prometedor, una alternativa a la decepcionante tiranía -que el propio autor conoció en una conflictiva visita al régimen de Dionisio I en Siracusa-; y, sobre todo, a la democracia, la cual Platón despreciaba especialmente, al ser este un régimen sugestivo en la teoría pero engañoso en su consecución. Al respecto de esta última opción, por cierto, ni siquiera en sus mejores tiempos los resultados parecieron ser tan buenos como generalmente se había recordado. Tucídides había llegado a afirmar que aquella idílica administración liderada por Pericles en el siglo V a.C. no había sido en realidad más que la jefatura de un solo varón, un gobierno individual con cierto adorno; mientras que años después, el mismo fundador de la Academia se indignaba incluso al ver que en la auténtica y esplendorosa polis de Atenas prácticamente cualquiera, independientemente de su formación o de la profesión que detentase, podía acabar ejerciendo como político. “Se prohíbe a un zapatero que sea, al mismo tiempo que zapatero, labrador, tejedor o albañil”. ¿Por qué entonces la política era una vía tan accesible a todos?

La opción de gobierno que planteaba Platón, tan rocambolesca e imposible, se fundamentaba en las ideas principales de algunos importantes filósofos sofistas, como Protágoras y Gorgias de Leontinos, y muy especialmente en las tesis radicales del orador Antifonte, para quien las elaboradas “leyes de los hombres” sólo habían de ser respetadas ante la presencia vigilante de la justicia, pero no en la intimidad o en la oscuridad, cuando las infracciones ya no pueden ser descubiertas en modo alguno. Es así que Platón observaba con cierta añoranza las antiguas formas de los espartanos, tan cercanas al estado natural de los hombres: la práctica activa de los ejercicios corporales, el respeto a los ancianos, el mutuo acuerdo de la comunidad, o la especialización y trascendencia de las tácticas militares. Con acierto se ha dicho de él, por tanto, que “concebía lo primitivo como lo más perfecto”.

La ciudad ideal soñada por Platón se llamaba Calípolis. Aquí cada individuo debía dedicarse exclusivamente a su tarea predilecta, y no pretender involucrarse en las actividades de los demás (desde luego, los artesanos no tendrían derecho a acceder a puestos de otro tipo). A una clase numéricamente predominante de trabajadores manuales, le sucedería un nivel superior poblado por los guerreros, los protectores de la ciudad, que el filósofo agrupó bajó la etiqueta de “guardianes”. Estos guardianes, por su mayor responsabilidad en la vida de la urbe, habrían de ser previamente seleccionados entre los mejores, tanto por sus cualidades físicas como por su capacidad mental. Vivirían además -cosa peculiar- separados de los demás, en un entorno apartado, y bajo unas extrañas normas de convivencia que incluían la renuncia absoluta a la propiedad privada y a la familia (cuestión esta que ha llevado a comparar la vida de los guardianes platónicos con las de las tradicionales órdenes monásticas, o con las “reducciones” jesuíticas del Paraná). Para facilitar la reproducción de los guardianes, se seleccionaría paralelamente una comunidad de mujeres -también las mejores de la ciudad-, que día tras día comerían y compartirían el tiempo en el gimnasio con los soldados, generándose así oportunidades constantes para formar nuevas parejas. “En cuanto al número de los matrimonios, lo dejaremos al arbitrio de los gobernantes; estos, teniendo el cuenta las guerras, epidemias y todos los accidentes similares, harán lo que puedan por mantener constante el número de los ciudadanos de modo que nuestra ciudad crezca o mengüe lo menos posible”. Con todo, tampoco todos tendrían derecho a la procreación. Un “ingenioso sistema de sorteo” celebrado periódicamente haría que solamente los más capacitados obtuviesen -previo amaño del proceso- el deseado derecho a multiplicarse.

Los niños nacidos en Calípolis serían dirigidos, en el caso de que estuvieran bien formados, a una inclusa donde serían puestos al cuidado de unas ayas que también vivirían aparte, “en cierto barrio de la ciudad”; mientras que los “seres inferiores”, los lisiados y débiles, se esconderían en un lugar secreto y oculto (tal vez fuesen eliminados, como ocurría con los lacedemonios). Los padres nunca sabrían cuáles eran sus verdaderos hijos, ni estos conocerían la identidad de sus auténticos progenitores. No habría, por tanto, vida familiar, ni tampoco apegos sentimentales excesivos. “Cada uno llamará hijos a todos los varones e hijas a todas las hembras de aquellos niños que hayan nacido en el décimo mes, o bien en el séptimo, a partir del día en que él se haya casado; y ellos le llamarán a él padre”.

Por último, el nivel superior de la sociedad utópica de Platón estaba formado por los “filósofos-gobernantes”. Eran ellos quienes mandaban sobre todos los demás; un grupo de individuos de una cierta edad, seleccionados de entre el cuerpo de los guardianes por sus aptitudes excepcionales, y que precisamente por ello tendrían derecho -ahora sí- a una educación superior que trascendiese a la exclusivamente física. Su mayor facilidad de aprendizaje, su probada agilidad cerebral, y su destacable maestría en la gimnástica y en el uso de las armas, les permitirían por tanto adquirir avanzados conocimientos de matemáticas y de filosofía, necesarios para el trabajo de la gobernación. Es precisamente aquí, en este punto, donde debe introducirse la famosa alegoría de la caverna, en la que Platón ilustra de una manera un tanto tenebrosa el complicado trayecto que habría de emprender aquel sujeto que, partiendo de la ignorancia total, pretendiese llegar al conocimiento y la verdad. De cualquier modo, lo indudablemente destacable al caso es que el particular “plan de estudios” de Platón -germen mismo del Trivium y el Quadrivium medievales- fuese orientado en exclusividad a una seleccionada elite intelectual, capaz en última instancia de hacer un uso directo de su sabiduría para controlar sin demasiados problemas al conjunto social. De ahí el miedo a que un poeta cualquiera irrumpiera con sus versos en la ciudad amurallada, estimulando tal vez la imaginación y la rebeldía de sus habitantes.