No hace muchos años existió una ciudad donde las máquinas habían sustituido a los hombres y, lo que es peor, los hombres a las máquinas. Los hombres de aquella ciudad se habían vuelto fríos y rutinarios.

En aquel lugar vivía un joven llamado Nicolás que se pasaba todo el tiempo en el bosque. A Nicolás le gustaba pasear entre los árboles, respirar aire puro, escuchar el canto de los pájaros. Pero lo que más le gustaba era leer. Escogía un árbol, se sentaba a su sombra y leía un libro. Una vez terminada su lectura, se dirigía a otro árbol, y bajo su sombra iniciaba otro libro. Finalizado éste, buscaba otro árbol y…, y así una y otra vez. Y como el bosque tenía cientos y cientos y cientos de árboles…

Nicolás acudía a la ciudad muy avanzada la tarde. Se subía a un banco de la plaza más concurrida y hablaba del hombre y de la naturaleza. También les hablaba de la existencia de un mágico lugar llamado Fantasim situado al otro lado del bosque. Los hombres que pasaban por la plaza no entendían nada de lo que decía Nicolás y, desde luego, no iban nunca al bosque.

De todas formas la presencia de Nicolás les incomodaba y fueron a ver al alcalde de la ciudad para que lo echara. El alcalde accedió gustoso pues a él le molestaban más que a nadie las comparecencias del muchacho. Así pues, el alcalde obligó a Nicolás a marcharse de la ciudad y del bosque.

Y, sucedió que un día, las máquinas estallaron e incendiaron la ciudad. Los habitantes corrieron a refugiarse en el bosque pero éste también se quemó. Corrieron y corrieron hasta llegar a lo que parecía la entrada de una gran ciudad. En la puerta se toparon con Nicolás.

- Bienvenidos a Fantasim -les saludó el muchacho.

- ¿Podemos pasar joven Nicolás? -le preguntó ansioso el alcalde.

- Sí -contestó Nicolás-. Pero existe una condición. Primero entrarán los hombres. Deberán pasar tres días y tres noches en Fantasim. Pasado ese tiempo se podrán quedar para siempre. Luego entrarán las mujeres y, si también son capaces de pasar tres días y tres noches, se quedarán. Finalmente les tocará entrar a los ancianos y a los niños habiendo de cumplir la misma condición para asentarse definitivamente.

- Estupendo, estupendo -dijo el alcalde-. Gracias joven Nicolás. ¿Alguna cosa más?

- Sí -respondió el muchacho. Sólo una cosa más. Puede que dentro de la ciudad descubráis una cueva. Es la cueva de vuestros pensamientos. Si entráis será vuestra perdición pues quedaréis encerrados en ella para siempre.

- De acuerdo Nicolás. Nada de cuevas -prometió el alcalde.

Y así fue como los hombres, con el alcalde a la cabeza, entraron en Fantasim.

Fantasim era un lugar realmente hermoso, lleno de árboles y flores. Cada árbol tenía un hueco y cada hueco guardaba libros. Había flores de todas las clases y algunas de ellas llevaban escritos en sus pétalos los más bellos pensamientos. También había ríos y enormes cascadas de agua limpia y pura, cuya transparencia no podía ocultar pequeñas rocas de variados colores. Gotas de agua perdidas salpicaban los secos rostros de los hombres. Pisaban hierba fresca y húmeda y respiraban aire puro.

Los hombres pasaron el día observándolo todo y llegada la noche durmieron. Al día siguiente, no sabiendo qué hacer ni cómo distraerse, empezaron a vagar aburridos por Fantasim. Descubrieron entonces una cueva e incumpliendo lo que les advirtiera Nicolás, entraron. Ya no salieron más. Allí quedaron encerrados para siempre pues en aquella cueva sólo hallaron hierro y oro. Pero no había libros y éstos hubieran sido los únicos que hubieran podido salvarles.

Nicolás llamó entonces a las mujeres. Éstas aguantaron un día más que los hombres pero finalmente entraron en la cueva de hierro y de oro y quedaron también encerradas para siempre.

Por último, Nicolás llamó a los niños y a los ancianos. Quedaron maravillados ante tanta hermosura. Después de admirar durante el día un lugar tan fantástico, los ancianos sacaron libros de los huecos de los árboles y les contaron cuentos a los niños antes de acostarse. El segundo día los ancianos enseñaron a los niños a jugar y a usar la imaginación. Y esto a los niños les divirtió mucho. El tercer día construyeron columpios y el cuarto balsas para surcar los mares y el quinto espadas de madera que usaban para salvar princesas. Y así pasaban los días entre lectura y diversión.

Un día, un niño se acercó a Nicolás y le preguntó:

- ¿Es esto el cielo?

- No, pequeño -respondió Nicolás-. El cielo es tan maravilloso que no nos lo podemos imaginar aunque queramos, de la misma manera que no podemos imaginarnos a Dios. Mientras tanto, es importante que cada hombre y cada mujer sean capaces de pasar al menos tres días y tres noches en su “Fantasim” particular.