La coplilla infantil que enseña la abstrusa receta de cómo prepararse un huevo dice que un dedito lo compró, que otro lo cocinó, que el de más allá le echó la sal, para concluir que el pícaro gordo todo todo se lo comió.

Vamos, que ya desde niños nos avisan del poder que ostenta el pulgar para merendarse al mundo. Es el dedo que corta el bacalao. Y el cuello del gladiador vencido cuando el emperador lo desplegaba para arriba (y no hacia abajo como aparece en el cine).

Confiar la decisión entre la vida y la muerte al movimiento de tres falanges puede parecer un despropósito, pero es natural que haya hecho fortuna en este tiempo de teclados. Por medio de los dedos seguimos, a día de hoy, y quizás más que nunca, determinando quién sí y quién no.

Acaso cuando compramos en unos grandes almacenes, ¿no nos exhorta el dependiente, que en ese mismo momento nos está cobrando (y que vuelve los ojos muy circunspecto, para que la confidencialidad permanezca virgen), a que pulsemos una pantalla y valoremos el servicio recibido, siendo la carita roja y doliente la mínima satisfacción, y la verde jubilosa, la máxima? Así, investido de idénticas armas, el cliente queda equiparado con el reyezuelo que hace dos milenios enarbolaba su nudillo en el Coliseo. Entronizado ipso facto sobre la suerte o desgracia de un súbdito.

A fin de cuentas, cuando las compañías nos piden que las puntuemos, lo que realmente nos están sonsacando es una evaluación del pizzero, la conductora o el técnico que malvive en el extremo de la cadena, sin arte ni parte en el mejunje que se cuece en los altos hornos. Calificación que será oportunamente esgrimida en caso de que haya que jibarizar la plantilla. Tú, sí. Tú, no.

De este modo, en esta época todo se consume. Las manzanas, las camisas, los apartamentos en segunda línea de playa, y los recursos naturales, el tiempo, o los sueños (cuando apenas se consuman). También las personas. Se nos obliga a que nos erijamos en sus jueces, bajo la divisa de que el comprador siempre tiene razón, en medio del fragor de las bolsas y las tarjetas regalo, cuando hay gente que se pasa décadas de su vida opositando para ello. Por algo será. Y en cambio, a golpe de dedo, todo hijo de vecino esculpe en piedra (o lo que es lo mismo, en la base de datos de recursos humanos) su veredicto: éste, sí; éste, no.

Por eso, algunos de estos eslabones débiles sometidos a escrutinio se llevan al examen la chuleta. Y advierten. Cualquier puntuación que me des por debajo del 10 equivale al cate de toda la vida. Menudos estándares de calidad, rezongas. Cómo se han devaluado las matrículas de honor. Pero si finalmente accedes a vender tan caro el aprobado pelón —porque resuelves, magnánimo, que no has venido a este mundo a joderle la marrana a nadie—, sentirás a cambio que ya has hecho tu buena obra del día. Tal vez no se trate más que de otra estrategia empresarial, con la que te permiten vivir una de esas experiencias que vienen en caja. La del spa, la cata de vino, y la de convertirte en un samaritano de pies a cabeza. A ver si, con un poco de suerte, te gusta y repites.

Pero no sólo en lo laboral ejercen su señorío los dedos. También en el mercado de la carne. Ahora no lo integran esclavos sujetos al arbitrio del sureño con plantaciones de algodón, sino el que sube una foto a una de esas aplicaciones de idilio y/o follisqueo, alentando la esperanza de que la margarita, gracias a un like, se deshoje por el "tú, sí". O, simplemente, quien narra en una red social su último viaje a Pernambuco. Venga, amigos, esos pulgares enhiestos, que yo los vea.

Y, cuando tras una agotadora jornada de juicios, decides que ya has usado suficientemente las huellas dactilares, y te otorgas licencia para entregarte a uno de esos programas de talentos musicales de la tele, descubres que la dictadura digital no conoce límites.

Porque, allí también, los pomposamente denominados como coaches tienen como principal cometido el apretar, cómo no, un enorme pulsador. Con él, dictaminan si el uno disfrutará de una meteórica carrera discográfica o si, por el contrario, se le ha escapado el tren por los nervios, o porque era muy joven (el repertorio de excusas consoladoras es escueto). Una vez más, un ejercicio de discriminar el grano de la paja, aunque todos, agraciados y desechados, terminen en el mismo sitio.

Da igual. Lo que importa es conceder y denegar. Condenar y absolver. Optar. Con los pulgares. Como acaban de hacer ustedes al accionar su ratón para escoger, entre los muchos del periódico, este artículo y, así, leerme. Tú, sí. Tú, ya no.