Hasta hace no muchos años fue costumbre en los pueblos de Aragón, así como en los del resto de España, hacer la matacía del cerdo en el corral, y el mondongo, dentro de las casas, al calor de la cadiera. Esta actividad (que tenía sus puntos álgidos en San Martín -día de su inicio-, Navidad, y se prolongaba hasta el final de enero) supuso un hito en el renacimiento doméstico durante toda la Edad Media, y especialmente en los momentos de consolidación de las monarquías europeas (con “fueros y huevos”) pues el consumo de carne de cerdo y sus derivados de manteca y grasa, ricos en calorías, fueron -durante siglos- parte fundamental de la dieta de los habitantes de Europa. De ahí el conocido refrán: “Del cerdo, hasta los andares”.

Matar el tocino y hacer el mondongo era además una actividad que promovía la unidad de las familias de los pueblos, porque todas las de la misma calle o barrio ayudaban en las distintas faenas; al tiempo que la casa propietaria del animal sacrificado correspondía con un banquete a sus vecinos, a base de migas de pan, tajadas de lomo y jamón, chichorretas, y panceta churrascada en las brasas; bocados todos ellos regados con vino tinto y aguardiente, y acompañados de buen pan de leña, pastas y tortas de trigo saín, recién salidas del horno.

Fue así como, en el pasado, algunos de los mejores banquetes se componían de productos elaborados a partir de la carne del cerdo: güeñas, morcillas, longanizas, chorizos, carrilleras, fardeles de hígado adobado con piñones, sal, ajos, aceite y perejil, y por supuesto, jamón, producto al que, ya desde la Edad Media, se le dedicaron ferias específicas a finales de Semana Santa, para celebrar el fin de las privaciones de comer carne, propias de la Cuaresma.

Los banquetes sólo a base de gastronomía porcina, fueron muy populares en Francia hasta finales del siglo XIX, donde recibieron el nombre de Baconiques, palabra derivada de bacon, nombre que hace siglos se le dio en Francia al cochino, y que ahora usamos como sinónimo de panceta. Aquellos festines tenían el mismo significado que en Aragón el jueves lardero (del latín lardum, manteca de cerdo, término derivado a su vez del griego larós: apetitoso) en el que ha de haber “longaniza en el puchero”.

Pero la matacía y la actividad doméstica de hacer el mondongo era también un motivo de celebración (en el que incluso los más pequeños de la casa estaban aquel día exentos de ir a la escuela) y de confraternización vecinal. Así, llegada la noche, en torno al calor del hogar, los anfitriones solían ofrecer a sus vecinos una bota con vino joven de la última cosecha, y una buena sartenada de magra y tocino blanco, hechas sobre las traudes al calor de las brasas de cepas de viña. Llegaba entonces el momento del filandón: el tiempo lúdico dedicado a contar cuentos, historias y leyendas, que se iban hilando, hilvanando -como los puntos en las labores de ganchillo- junto a viejas canciones que, en algunos casos, solo los más viejos recordaban. Tradiciones con olor a conserva de longaniza, lomo y costillas, adobadas en aceite crudo de oliva, en el interior de una tinaja; de artesas conteniendo barras de pan, envueltas en telas de lino, tejidas en los batanes; memoria de un tiempo que se fue y que ya no ha de volver.