Siempre he asemejado el cáncer con un francotirador encaramado a una montaña. Con la Humanidad entera a sus pies, sin distinción de sexo, raza, formación o condición social, su munición es infinita y dispara casi a cada instante de forma indiscriminada. Día y noche. Al tun tun. Es insaciable y cruel, un asesino con todas las letras. No parece excesivamente preciso, sino más bien tirando a zaborrero, aunque es cierto que muchas de sus víctimas caen a la primera. Fulminadas. Les da de lleno en alguna zona esencial y por ahí se les va la vida en un pispás.

Hay otros casos en los que las heridas son más leves. Su curación está al alcance de los avances que han dado los investigadores a lo largo de muchos años de pelea. El combate comenzó completamente desequilibrado, y aún hoy tiene un claro e indiscutible favorito, pero poco a poco la medicina ha ido ganando terreno; pequeñas victorias que pasan al menos por la recuperación de muchos de los heridos que primero caen en la ladera de la montaña pero luego logran levantarse y seguir adelante con su vida. Que no es poco.

También hay balas que tienen escrito sobre el lomo nombres y apellidos. Gente que juega con fuego dando por hecho que a ellos nos les va a pasar nada pese a los muchos riesgos que corren ante la mira telescópica, empezando por el hábito de fumar. Creen que son inmunes. Que nunca les dará. Pero ya se sabe: los caprichos de la probabilidad pueden jugar a su favor... o no.

Y luego están las heridas que a bote pronto no son ni definitivas ni graves ni leves ni todo lo contrario. Obviamente, el proyectil no se ve venir, llega con silenciador, pero alcanza su objetivo. Una revisión médica ordinaria, una tos que no se va, un picor tonto en la piel, un ¡ay que pierdo la voz...! y la maquinaria se pone en marcha: diagnóstico, disgusto, miedo, esperanza, tratamiento, lucha, radio, quimio...

Claro que en muchos casos se supera, pero también muchos de ellos entran en lo más parecido a un corredor de la muerte, una estancia mental en la que vives sabiéndote condenado, pendiente de que el destino ponga el pulgar definitivamente hacia abajo. Y eso sí es llegar al límite posible. Es entonces cuando las personas pasan el mayor de los exámenes. Nada debe ser más duro que eso. Nada.

PD: Vete tranquilo, Michel, hay formas de morir que dejan tras de sí auténticas lecciones de vida.