Lo peor de dejarlo fue que no me dio tiempo a acabar el libro que él me había dejado a mí. No es justo.

Lo nuestro se había terminado, de acuerdo, pero no así la novela que Andrés se apresuró a empacar junto a las otras cuatro cosas que tenía en mi casa. El precio de que las perdices no cacarearan el punto final en nuestro cuento de hadas fueron los puntos suspensivos que pasaron a indefinidos en la página 187, capítulo IV, justo cuando los alienígenas se apoderaban de un supermercado, y se dibujaba con tan certera maestría el viaje psicológico que sufrían las mentes abducidas de los clientes, las cajeras, los repartidores e, incluso, de la gerente del establecimiento, que intentaba matar a todos con una lechuga de oferta, convencida de que se trataba de un mortífero bazuca.

Lo primero que hice tras la ruptura fue buscar un ejemplar en las tres bibliotecas de la ciudad, pero era una edición rara, no lo tenían. Tampoco en las librerías, ni siquiera en tapa blanda. Estaba descatalogado.

Lo cierto es que olvidé a Andrés más bien pronto, pero aquel libro se me quedó rondando en la cabeza y clavado en el corazón. Por eso, ahora, cada vez que conozco a un hombre que amenaza con prestarme algo para leer, le ruego que por favor no lo haga, so pena de que sus libros resulten más memorables que él. Ya tengo ensayada la sonrisa y la frase con la que declino el ofrecimiento. Más de lo mismo.

Lo de siempre. Me miran comprensivos, pensando que hablo de nosotros y de la dificultad de consolidar relaciones, cuando les aclaro: "No, gracias. No quiero arriesgarme a que la historia se quede a medias...".

Lo peor, naturalmente, es que nadie entiende a qué me refiero.