Llegó pronto y nervioso. Nunca habría imaginado terminar en un lugar así, pero enfrentarse a aquel mal trago era necesario. La situación se estaba tornando insostenible. La puerta se encontraba entreabierta. Reunió aire para infundirse valor y la empujó. Giró sobre sus goznes con un chirrido. Todos los demás estaban ya dentro, reunidos en círculo. Notó posarse sobre sí un enjambre de miradas ávidas, insoportablemente fijas en él, en su cuerpo redondito, cubierto de forúnculos aventosados. Le estaban juzgando. Para no denotar la ansiedad que este escrutinio le causaba, decidió coger el toro por los cuernos y zanjar el asunto cuanto antes. De modo que buscó una silla, escogió la más próxima y, con brusquedad, se sentó. Devolvió la mirada a todos los presentes y, a bocajarro, confesó:

-Soy el señor Covid-19 y soy un virus.

Le respondió un coro cansino, de sonsonete:

-Hola, señor Covid-19.

En ese momento, la moderadora de grupo se levantó de su asiento, y le alentó con la jovialidad de una ‘seño’ incentivando a sus parvulitos:

-Muy bien, señor Covid-19. El primer paso para la curación pasa por reconocerlo. Bienvenido a nuestro grupo de Virus Anónimos. Yo soy la señora Antirretrovirales, y estoy encantada de conocerle. Seguro que su historia y su ejemplo nos ayudan a todos. Aquí estamos para entenderle y quererle. Díganos, ¿por qué ha venido?

El señor Covid-19 carraspeó y bajó los ojos.

-Bueno, el Virus de la Inmunodeficiencia Humana me habló de esta terapia. Me la recomendó. Dijo que a él le había ido muy bien.

-Oh, ¿conoce a VIH? El bueno de VIH... no, no le busque. Hoy no ha venido. Ese locuelo... ya sabe cómo se las gasta. A veces aparece, a veces no... Con él uno nunca sabe a qué atenerse. Pero hay que aceptarle tal cual, ¿no? De eso trata la filosofía de este grupo ­—aseguró la señora Antirretrovirales, con una sonrisa que era todo dientes y carmín fucsia—. En fin, pero cuéntenos, señor Covid-19, las motivaciones profundas que le han llevado a tocar esta puerta.

Entonces adoptó un aire muy serio y muy profesional, entornando los ojos detrás de sus gafas con incrustaciones, las manos entrelazadas en señal de devota escucha. El interpelado se aclaró una vez más la garganta y comenzó:

-Pues verá... últimamente me estoy poniendo imposible. De un humor de perros, muy irascible... como rabioso...

-¡Eh, eh! ¡Que ese soy yo! ¡No me plagie! ¡Búsquese sus propios síntomas! —le interrumpió el virus de la Rabia, echando espumarajos por la boca.

-Bueno, Rabiosete, tranquilízate. Y entiéndele. Es nuevo, no lo ha dicho con mala intención —trató de apaciguarle la señora Antirretrovirales, la voz cargada de resignación—. Discúlpele... —terció, volviéndose hacia el señor Covid-19— Su ácido ribonucleico le hace ponerse así de susceptible. Pero continúe, por favor. Era muy interesante lo que nos relataba —le instó, renovando su sonrisa de dientes y pintalabios.

-Bien... pues, como decía, arraso con todo. Me asusta lo destructivo que estoy. Una actitud pasivo-agresiva de cágate lorito. Y, en fin, quería encontrarle solución, porque estoy empezando a caerle gordo a la gente. Me tratan como a un apestado...

-Bueno, bueno, ya estamos personalizando y usurpando identidades —se encabritó la Peste—. Además, no me metas en ese saco, que yo soy una bacteria. A mí no me vaciles, chaval, que a bacilo no me gana nadie.

La señora Antirretrovirales se presionó el entrecejo e intercedió, ligeramente crispada.

-Cómo estamos hoy, ¿no? Calmaos, por favor, y dejad al señor Covid-19 que se exprese libremente. ¡Le estáis inhibiendo! Prosiga, por favor, y no les haga caso.

El señor Covid-19 le devolvió una sonrisa nerviosa.

-En fin, que no me aguanto ni a mí mismo. Me estoy convirtiendo en un matón. Supongo que la raíz de mi problema, de esta carga tan destrozona que tengo y de esta mala baba, reside en el hecho de que no me acepto. Tal vez porque... —los ojos se le humedecieron— Esto es duro, ¿eh? Reconocerlo aquí, delante de todos ustedes... Nunca lo había dicho en voz alta...

-Atrévase. Reconózcalo. Díganoslo en voz alta —le conminó la señora Antirretrovirales, salivando de gusto, con la boca entreabierta por el éxtasis.

-Pues que... ¡que se rumorea que vengo de un murciélago! —soltó el señor Covid-19.

Todos se taparon la boca, para contener el horror.

-Sí... Espantaos si queréis. Ya no me avergüenza admitirlo. Aunque todavía no hay certeza, existe la posibilidad de que mis orígenes se hallen en esos bichos tan horrorosos. Una mezcla de rata y de paloma la mar de asquerosa.

-¡Si eso le parece asqueroso, pruebe a convertirse en mí! —vociferó el virus del Herpes Genital.

Sin embargo, el señor Covid-19 ya no escuchaba a nadie, embelesado por su propio discurso.

-Pero lo que importa no es de dónde vengo, ¿no? —apostilló con los ojos brillándole de emoción, transido de esperanza—. Lo que importa es adónde voy... Y para tomar el camino correcto, para vacunarme de los monstruos que me acechan en los solitarios periodos de incubación, necesito saber... ¿el virus nace malo o el mundo le hace malo?

La señora Antirretrovirales consultó su reloj de pulsera, compuso un gesto de hastío y repuso:

-Esa es una cuestión que ni siquiera Rousseau logró resolver y para la que no tenemos tiempo. ¿Alguna duda más?

-Bueno, pues sí... Vayámonos de Rousseau a Hobbes. ¿Es el virus un lobo para el hombre?

La señora Antirretrovirales mordió el capuchón de su boli y lo reflexionó un momento.

-Bueno, depende, depende. Los hay que fueron lobos feroces en su día y se han domesticado lo suficiente como para terminar convertidos en perritos falderos. Simples chiguaguas. Como le pasó al virus Gástrico. Pero mejor que le describa él su caso.

Todos buscaron con la mirada al virus Gástrico, que bajó la cabeza ante la atención que había suscitado, afectando falsa modestia, todo coquetón él.

-En fin, pues sí... ¿A qué negarlo? Yo he acabado por volverme inocuo hasta la náusea, y me precio de caer simpático. Soy bastante popular, para qué nos vamos a engañar. Cuando alguien se va de vareta, alega ‘uy, he pillado un virus gástrico’, y, con un poco de suerte, incluso se pilla la baja. No tengo quejas por mi labor. Y sí bastantes seguidores en Twitter.

-¿Lo ve, señor Covid-19? No hay ningún caso perdido. Y ahora, llegamos a mi parte favorita de nuestra entrañable reunión. ¡La hora de los abrazos!

Todos aplaudieron y profirieron grititos de contento. El señor Covid-19 se removió inquieto en su silla.

-¿Abrazarnos? Pero... ¿es seguro? ¿No será contagioso?

La señora Antirretrovirales le dirigió una sonrisa angelical que no ocultaba su lástima.

-No querrá quedarse en cuarentena, ¿verdad? ¡No me venga con aprensiones! ¡No se aísle! Así sabrá lo que siente la humanidad ante su amenaza... ¡La adrenalina de la hipocondría! ¡Siéntala! ¡Déjese infectar por esta pandemia de amor! Así conocerá la empatía de primera mano. A fin de cuentas, ustedes son unos inadaptados sociales. Unos putos psicópatas. Y no queremos que lo sean. De modo que ¡abrácense!

Ante los reparos del señor Covid-19, sus homólogos permanecían quietos.

-¡He dicho que se abracen! —chilló la señora Antirretrovirales, perdida ya toda paciencia.

El señor Covid-19 suspiró y envolvió al virus del Papiloma Humano en un abrazo de oso. Cuando se desprendió de él, la señora Antirretrovirales preguntó, de nuevo comprensiva:

-¿Qué? ¿Se siente mejor?

-Pues la verdad es que no —replicó el señor Covid-19, más que compungido—. En realidad, después de tanto trajín y tanta epidemia por China, por Italia, y no sé cuántos países más, lo que yo necesito es marcharme de vacaciones. A un destino turístico de sol y playa, donde no tenga nada que hacer excepto tumbarme a la bartola.

Y entonces, el virus de la Gripe Española esbozó una sonrisa muy vírica y arguyó:

-¡Eh! Yo una vez, en mi época más chunga, visité un lugar así. Y, después de hacer desmanes y pasarme de fiesta todo el día, me serené una barbaridad. Sé de lo que le hablo, señor Covid-19. ¿Por qué no se hace un viajecito a...?