De todos los males que nos aquejan he de reconocer que el ruido es superior a mis fuerzas. No puedo con él. Y la sociedad de hoy busca ensordecernos. De la mañana a la noche. Para que no nos dé tiempo a pensar, a reflexionar, a serenarnos. Por eso hay ruido en las calles, en los transportes, en los supermercados, en la televisión... Por eso estoy al límite de mis fuerzas.

Emilio descansó bien. Como era sábado había dormido un par de horas más que entre semana. Desayunar tranquilamente, leer un rato y bajar al centro a dar un paseo eran sus planes. Se levantó, se duchó y se sentó a desayunar. En el piso de abajo estaban pasando el aspirador y ya no pudo desayunar tranquilo. Fue al salón y se acomodó en el sillón con un libro entre sus manos. No llevaba ni cinco minutos cuando comenzó un martilleo en otro piso contiguo. Emilio dejó el libro sobre la mesa, cerró los ojos y esperó a que cesase el ruido. No cesó. Y además se le añadió el de un taladro. La palabra taladro y su correspondiente conjugación verbal son un gran acierto de la Real Academia de la Lengua, o de quien sea. A Emilio realmente el ruido le taladraba las sienes. Sintió una cierta ansiedad. También soledad, aunque a él siempre le gustó. El ruido del taladro o el del martilleo continuaba. Empezaba a ponerse nervioso. Pensó que, aunque se le había estropeado la lectura, se despejaría dando un paseo por el centro. Se vistió y salió a la calle.

Agradeció el sol y una ligera brisa que sintió en su cara. Subió al autobús y se sentó. “Hoy podría darme el capricho y comer fuera” -pensó, “¿a qué restaurante podría ir?” Ya no pudo pensar más. La mujer que tenía junto a él comenzó a hablar por el móvil. También equivocadamente Emilio creyó que colgaría enseguida. No fue así, y Emilio tuvo que enterarse de todos los problemas laborales que tenía la dichosa mujer. Salió del autobús medio aturdido.

El gran paseo central, el más importante de la ciudad, estaba repleto de gente. Además de ser sábado, se celebraba una fiesta local, así que, el paseo estaba lleno de puestos ambulantes. Emilio, a veces sorteaba, a veces recibía, los empujones de los viandantes. No lograba centrar la atención en puesto alguno. Se acercaba a uno de libros y, de pronto, un agudo pitido le hacía levantar la cabeza sobresaltado. Era un vendedor de silbatos con su correspondiente pito en la boca. Insoportable. Se acercaba a un puesto de cuadros y... era la música andina de bongos y flautas la que le sobresaltaba. Siguió caminando. Los altavoces del paseo no callaban ni un momento: canciones, tertulias, anuncios de nuevas actividades para los niños... Emilio pensó que era el momento de ir a comer. No caería en la trampa. Buscaría un lugar alejado del bullicio y que estuviera casi vacío.

Recorrió algunas calles y dio con el restaurante adecuado. Sólo dos parejas ocupaban el amplio salón. Emilio ocupó una mesa frente a la ventana y esperó a que le sirvieran. Cuando se disponía a dar buena cuenta de su primer plato entró en el local un matrimonio con dos hijos pequeños. Se sentaron cerca de su mesa. No pasaron ni cinco minutos cuando, un grupo de amigos y amigas, tomaron también asiento en una larga mesa del restaurante. Emilio no comió a gusto. Los niños gritaron y gritaron ante la permisividad de sus padres. El grupo de amigos también dejó claro mediante gritos que celebraban el cumpleaños de uno de ellos. Seis veces escuchó Emilio el “Cumpleaños feliz”. Al salir del restaurante apoyó su espalda en una pared y trató de respirar hondo. Regresaría a casa a descansar un rato.

En el autobús de vuelta, Emilio tuvo que soportar un par de conversaciones telefónicas y la música a todo volumen del teléfono de dos jóvenes instalados en la parte trasera del vehículo.

Ya en su casa, Emilio se tumbó en el sofá y se cubrió con una manta dispuesto a echar una buena siesta. El martilleo de la mañana comenzó de nuevo; permanente, monótono, desquiciante. Pasada media hora, Emilio se sentó al borde del sofá con una creciente angustia en el estómago. Tuvo ganas de llorar. Encendió la televisión. Aguantó poco tiempo delante de la pantalla; sólo gritos y reportajes desagradables. Entonces sintió náuseas en el estómago. Puso un rato la radio pero terminó apagándola hastiado de su sonido y de las cuñas publicitarias. Fue a la cocina y se sirvió un vaso de leche. Cuando regresaba al salón sonó con fuerza el teléfono. Fue tal el sobresalto que, el espasmo de la mano derecha de Emilio, hizo caer parte de la leche sobre el suelo del pasillo. Descolgó el teléfono y lo volvió a colgar cuando escuchó: “Tenemos una oferta interesante para usted”. Agotado, entró en el salón y se sentó frente a la mesa del comedor dejando sobre ella el vaso de leche. Sus manos temblaban casi con violencia. Volvió a sonar el teléfono; una, dos, tres, cuatro, cinco, seis veces. Emilio se desplomó sobre la mesa. Con la cabeza golpeó el vaso y la leche se desparramó por toda la mesa hasta empezar a chorrear por los bordes. Mientras las gotas iban cayendo, Emilio lloraba como un niño pequeño: "No puedo más, no puedo más” repetía una y otra vez.

Íñigo Íñiguez es cuentista.