Gargallo murió de un pasmo en 1934. Mientras viajaba de Barcelona a Reus, una neumonía le costó la vida. «Fue el año de su despegue como escultor», asegura Emilio Casanova, quien convivió con la obra del artista durante la realización del audiovisual Gargallo. La escultura luminosa. El año de su muerte, Gargallo comenzaba a ser muy respetado en Francia, Bélgica y EEUU. El escultor maellano se disponía a dar el gran salto. No hay discusión sobre su calidad como artista. Lo que está claro es que era poco afortunado. La mala suerte quiso que la obra escultórica de Julio González (Monserrat gritando es su pieza más conocida), que aprendió de Gargallo la técnica de ensamblar planchas de hierro, eclipsara la huella en el arte del escultor aragonés.

A pesar de ello, la trascendencia de Gargallo es enorme. No solo es un magnífico escultor clásico (Los aurigas olímpicos), sino que aporta a la escultura la técnica del ensamblaje, el uso de materiales como latón o hierro (Picador, Autorretrato) y el concepto del vacío (Maternidad, Pequeño marinero con pipa). Gargallo esculpió el aire.

Nace en Maella (Zaragoza) en 1881. Siendo un niño, se traslada a Barcelona, donde recibe formación artística. Trabaja como profesor en una escuela de arte, labor que no le satisface. «Siempre le dio las gracias a Primo de Rivera, pues el dictador cerró el centro en el que trabajaba», ironiza el realizador.

En 1907 se marcha a París tras los pasos de Rodin. Sus obras tardan en ser entendidas, eran tachadas de bibelots, poco menos que objetos de decoración. Y sin embargo son pura vanguardia.

Pablo Gargallo, visto por Daniel García-Nieto.

«La escultura es sustracción: quitarle a la piedra lo que le sobra. Gargallo lo hace al revés, por adición: une chapas de hierro, latón o plomo, creando piezas totalmemente nuevas para el arte. Se convierte en un escultor de la luz», sentencia Casanova.

La obra de Gargallo cambió para siempre el modo de rodar audiovisuales de Casanova. «Ahora hago otra cosa», asegura. «He vuelto a considerar la grandeza de El profeta», en alusión a la monumental obra en bronce conservada en el Museo Gargallo de Zaragoza.

«Una de las cosas que descubrí durante el rodaje fue que Gargallo tuvo una gran mujer: Magali Tartanson. Fue su almohada psicológica». Francesa de nacimiento, era una mujer fuerte, que a la muerte del artista se echa a las espaldas la obra de Pablo y su familia. Magali y la hija de ambos, Pierrete, (que falleció el pasado mes de marzo), fueron las grandes valedoras de su obra. Jean Anguera, su nieto, e hijo de Pierrette, es otro gran estudioso de la obra del escultor aragonés. Gracias a la disposición del jefe del Servicio de Cultura del Ayuntamiento de Zaragoza, Rafael Ordóñez, Casanova pudo grabar las piezas desde todos los ángulos posibles. Fue con ocasión de la gran exposición que La Lonja le consagra en el 2007 y que acogió obras del Reina Sofía, colecciones de Bruselas, Amberes y Copenhague, así como el Pompidou, el MOMA o el MNAC, Casanova rodó las esculturas sobre una torneta de alfarero motorizada. «Estaban pidiendo que alguien las bailara. Los museos de escultura con piezas pegadas a la pared son un crimen», asegura Casanova.

La obra de Gargallo despierta el amor en quien la contempla, como en aquella joven que todos los días corría a la Lonja a abrazar la obra Academia, para desesperación del guardia de seguridad. Le pregunto al realizador por Kiki de Montparnasse, mi obra favorita del Museo de Zaragoza, una preciosa manzanita de bronce dorado. «Le tengo manía, como todo los fotógrafos. Es un espejo, siempre sales».