Al profesor Federico Torralba le gustaba recordar que Zaragoza había sido en 1949 sede de la primera exposición oficial de pintura abstracta. Pero aquel I Salón Aragonés de Pintura Moderna, que organizó coincidiendo y compartiendo escenario en la Lonja durante las fiestas del Pilar con el VII Salón de Artistas Aragoneses, no logró el anhelado propósito de situar el nombre de la ciudad en las coordenadas del arte moderno nacional e internacional, «que el meridiano artístico de París pase por Zaragoza», decía Lagunas cuando le preguntaban; y ahora, pasados setenta años apenas ocupa unas líneas en determinados manuales y en los catálogos de exposiciones de la época. Sin embargo, las obras de Fermín Aguayo, Eloy Laguardia y Santiago Lagunas ocupan un lugar protagonista en la historia del arte moderno en España y continúan fascinándonos.

1949 fue un año especialmente fértil para el Grupo Pórtico. Salir de la ciudad les había sentado bien. Por fin sus obras eran recibidas por los críticos con buenos comentarios. Tras las exposiciones en Santander y Madrid, Aguayo y Laguardia colaboraron con Lagunas, durante los meses de verano, en la reforma del cine Dorado de Zaragoza, que se inauguró el 14 de septiembre. Y sin apenas tiempo para recomponerse del impacto visual causado por la audaz decoración del Dorado, la ciudadanía volvía a encontrarse en la Lonja, lugar principal de exposiciones, con las obras de Aguayo, Laguardia y Lagunas que, requeridos por Torralba, presentaban sus obras junto a las de José Borobio, Antón González, Manuel Lagunas, Juan José Vera, y las del escultor Carlos Ferreira, del grupo de Buchholz, de cuya presencia solo queda constancia en alguna de las fotografías que se conservan. Todo debió de ocurrir a última hora, tal como lo recordaba Torralba, testigo de la intervención artística en el Dorado cuyo impacto le animó a solicitar el apoyo de Fernando Solano -diputado entonces de la Diputación Provincial de Zaragoza, de la que sería presidente- para organizar el I Salón Aragonés de Pintura Moderna, al que convocó a los artistas mencionados con el propósito de abrir «un camino nuevo». Con extraordinaria rapidez se imprimieron las invitaciones y se improvisó un folleto que incluía la relación de artistas y obras en exposición -a excepción de las esculturas de Ferreira, incorporadas, quizás, en el último momento-, junto a la reproducción de tres obras cubistas de Picasso y Braque que expresaban el propósito que dirigía el proyecto. El original del cartel anunciador se pintó en el reverso de un boceto del techo del cine Dorado.

Imaginemos el panorama. Desde octubre de 1943, uno de los actos culturales centrales de las fiestas del Pilar era la celebración en la Lonja del Salón de Artistas Aragoneses, iniciativa del gusto de los artistas y de la crítica por encontrar en ella el medio adecuado para la difusión del arte aragonés. Ocurrió que conforme fueron subsanándose las graves deficiencias de las primeras ediciones que afectaban a la iluminación, al montaje de las obras, o al folleto..., empeoraba la calidad del certamen y disminuía el interés de los artistas por participar. Nada cabía esperar sino el aburrimiento, pero fue entonces cuando el VII Salón de Artistas Aragoneses compartió escenario, en espacios diferenciados, con el I Salón Aragonés de Pintura Moderna. Y se lió. Las obras de los artistas seleccionados por Torralba apenas ocupaban dos salitas aisladas del resto con mamparas forradas de arpillera de las que colgaron cuarenta y tres obras de pintura no figurativa; las pequeñas esculturas de Ferreira se colocaron en peanas. La Lonja luce espléndida en la secuencia de fotografías que se conservan de aquel encuentro con la abstracción a pesar de estar realizadas en blanco y negro. No importa, conocemos los colores de las pinturas de los artistas. Radicales. Modernos.

Los comentarios no se hicieron esperar, los hubo a favor aunque la mayoría fueron contrarios. Francisco Yndurain prefirió escribir sobre el I Salón por ser la piedra de escándalo y el tema de las controversias más apasionadas: «(...) Llueve sobre mojado después de la reciente apertura de un cine cuya decoración es obra de los principales expositores de este Salón, y sea cualquiera el juicio que su arte -arte, sin duda- merezca, de los críticos y del público, es lo cierto que Aguayo, los Lagunas, González, Laguardia, Vera y Borobio han removido el mundillo zaragozano y han polarizado la atención de tirios y troyanos, admiradores y detractores y ello en un grado de apasionamiento, que es raro oír una voz que no vibre en el vituperio o en la alabanza». Las obras le gustaron y mucho, pero no podía aceptar la cita de Georges Braque incluida en el folleto: «Para la obra de arte no hay más criterio de valor, y es el de no ser posible explicarla». Una frase ante la que Luis Horno Liria se mostró perplejo por no comprenderla pues, según escribió, es complicado entender cuando se exige que se comparta unos principios de escuela, «o seamos iluminados en el instante por las discutidas virtudes de una obra discutible». Tuvo respuesta de José Manuel Blecua, que reflexionó sobre la publicación coincidente en prensa de dos artículos distintos: el de Torralba, sobre los abstractos españoles en París, y el de Horno Liria, sobre su posición ante la nueva pintura. Más allá de polémicas, Blecua insistió en lo importante: «la honestidad del artista al crear su obra», y siendo consciente de que «la innovación radical escandaliza a un gran sector porque choca con su tradicionalidad, es decir, con lo que está acostumbrado a ver, leer y oír», aconsejó a Horno Liria leer a Gracián. En su respuesta a Blecua, Horno Liria insistió en su argumento: quizá los artistas han renunciado a que se les entienda por dirigirse en exclusiva a unos pocos; por lo demás, juzgó excesiva la insistencia en el carácter rutinario del público y en el espíritu renovador de unos pocos iniciados. «Ojala sobrevivan al tiempo pero no sobrevivirá su dogmatismo»

Hubo más comentarios. Los Hermanos Albareda se centraron en el VII Salón y sobre las obras del I Salón advirtieron su idéntico aspecto al de las que aparecían en revistas de arte extranjeras. O sea, que poco tenían de insólito y singular. El crítico José del Río, Puck, no quiso silenciar un movimiento solo porque no se entendiera y, tras una larga disquisición pseudotrascendental, finalizaba pidiendo «tiempo al tiempo, pues, verdadero depurador de modas y modos, tanto más que el espectador, eterno niño que no conforme con ver o sentir inquiere sin descanso los cómo y los porqués de este movimiento tan escaso de valores reales como propicio al histrionismo desvergonzado». Desde El Noticiero, José Manuel Aguirre puso sentido común a tanto desvarío, y exploró la relación entre la poesía y el color que permitía profundizar en las obras expuestas.