Una imagen dice más que mil palabras.

Lo siento, pero no. En eso te equivocas, refrán. Una imagen puede ser bala certera, puñetazo en el estómago o en la mesa, zarandeo antisopor, el chillido de una sirena abriéndose camino en el atasco. Puede resultar elocuente. Pero nunca dirá más que mil palabras. O, usurpándolas, dirá mal. Porque faltará el contexto. Ese que sólo es capaz de dar el texto. Una imagen sin él ('sintexto') puede originar calamidades sin cuento.

El jueves 3 de octubre, un fotógrafo argentino sale a buscar su camioneta, y, al ir a cruzar la calle entre Belgrano y Sáenz Peña, en Buenos Aires, divisa a una mujer, una repartidora. Así se infiere de su uniforme. A la espalda, carga la mochila corporativa y, apretada contra el pecho, dentro de un arnés, a una niña. Con una de sus manos estrecha el pequeño hombro. Con la otra, sostiene una bicicleta. Presumiblemente, su medio de locomoción para transportar los pedidos de una punta a otra de la ciudad. Pero, al menos en ese momento, va a pie.

El fotógrafo, luego contará que "casi por instinto", dispara su cámara y captura la escena. De la misma forma irreflexiva, la publica en un par de redes sociales. Allí, se vuelve viral. Por su fuerza simbólica. Porque, no olvidemos el proverbio, las imágenes hablan alto y claro, incluso más que las palabras, en no pocas ocasiones tan falaces, tan inconsistentes, tan insuficientes. Del mensaje que contiene la instantánea se hacen eco varios dirigentes políticos (para ponerla al servicio de su discurso), diputados de renombre, miles de ciudadanos apelados en sus emociones más nobles y armados de loables objetivos: denunciar, como declarará su autor, la precarización del trabajo.

Sacarle los colores a ese sistema que empuja a una mujer a zambullirse en la jungla del tráfico, a lomos de tan endeble rocín bípedo, para cumplir, a cambio de una misérrima paga, los caprichos extemporáneos y aún más endebles de algún holgazán redomado que no se siente con el ánimo de sacudirse el pijama y remolcar el culo hasta la hamburguesería de la esquina. Un sistema enfermo que la aboca a ejecutar semejante danza perversa con su hijita a cuestas.

Por desgracia, la estampa resulta demasiado expresiva como para perder el tiempo consultando a su protagonista, pidiéndole el permiso para retratarla, o el de ponerla a circular por el Sodoma y Gomorra de internet. ¡Quia! Que jamás de los jamases la realidad te estropee un buen titular. O una mejor foto. Si preguntas, te expones a que te respondan, como luego se encargaría de aclarar la susodicha, que se dirigía al jardín de infancia para dejar allí a su retoño, antes de comenzar la jornada laboral. Ya con la bicicleta, sí, pero nunca sobre ella llevando encima a la pequeña. Eso es lo que afirma ella. De hecho, no hay prueba gráfica que la desmienta. Y todavía dijo más: que tiene miedo de que esa imagen que pretendía ayudarla la acabe perjudicando. Una imagen que se tomó y difundió sin su consentimiento. Una imagen 'sintexto'.

Las nuevas tecnologías, las plataformas digitales, han otorgado al ciudadano el poder de irrumpir en el coto del periodismo y hacerse pasar por uno de estos profesionales con mimética eficacia. A fin de cuentas, este siempre se ha tratado de un oficio de pinta y colorea. De esos que cualquiera es susceptible de ejercer. ¿Acaso no sabemos comunicarnos todos?

En efecto, la práctica del periodismo (el de verdad) tiene mucho que ver con preceptos que dicta el puro sentido común. Lamentablemente, este no se suele prodigar como el más común de los sentidos. Ese que te conmina a respetar el derecho de las personas a su intimidad y a su propia imagen, reconocido por la ley y los códigos deontológicos. Ese que te sopla al oído que no resulta lícito apropiarte de la historia de alguien sin siquiera corroborarla. Ese que proclama que las fotografías y las palabras son compañeras de viaje formidables, pero que las primeras en ningún caso deberían suplantar o excluir a mil de las segundas.

Ese que dice que una imagen, con texto, siempre hablará mucho mejor que sin él.