Tumbado en la cama de su habitación, Lucas Merucu reflexionaba sobre sí mismo mientras la luz de la luna se adormecía sobre la alfombra. No era mala su vida; tenía un buen trabajo y una buena casa. Pero la rutina del día a día se le empezaba a hacer aburrida, muy aburrida. No se había casado, así que, la soledad, a la que se había acostumbrado también, comenzaba a hastiarle en lugar de reconfortarle como antaño. Sus principales necesidades ya habían sido cubiertas. Su futuro se prometía prácticamente resuelto. ¿Y sus sueños? “¡Claro! ¡Cómo no se le había ocurrido antes!” -pensó. Podía dedicarse a cumplir sus sueños. Bueno… no tenía muchos, pero sí que había uno que le hubiera gustado realizar. Sí, aquel era su sueño no conseguido más recurrente en su memoria. Un sueño de chiquillo y luego de adulto, nunca convertido en realidad. Siempre había deseado pasar la noche en una tienda de colchones, o de sofás, o de camas. En realidad, en cualquier sitio en el que hubiera algo decente en lo que poder acostarse y quedarse dormido. También le atraían los portales con cómodos sofás; los pubs, con los amplios asientos forrados de escay de sus reservados; los cafés, con remedos de sillones de club privado inglés; las bibliotecas, con sus modernas y balanceantes sillas de altísimo respaldo; las tiendas de alfombras mullidas y suaves…

A última hora de la tarde del día siguiente, Lucas Merucu entró en una enorme tienda llena de sofás y de sillones. No tuvo ninguna dificultad para esconderse, sin ser visto, bajo una mesa redonda cubierta por un florido mantel que se hallaba próxima a un carísimo tresillo victoriano. A la hora del cierre escuchó despedirse a los empleados y, a los pocos segundos, el estruendoso ruido de la persiana de la tienda bajándose. Lucas Merucu salió de su escondite y se tumbó boca arriba en un sofá alejado de los escaparates. Las luces apagadas en el interior de la tienda, la tenue luz de los faroles de la calle, el lejano rumor de unas voces. Volvió a la soledad reconfortante; a la soledad del niño travieso después de una trastada; a la emoción de ser descubierto. De un bolsillo de su chaqueta sacó un despertador. Conectó la alarma para que sonara a las siete de la mañana. Cogió una fina manta de algodón y se tapó hasta el cuello. Durmió feliz. A la mañana siguiente, aún lo tuvo más fácil para salir de la tienda. Sobre las ocho entró la mujer de la limpieza que, por supuesto, dejó la puerta abierta de par en par, y Lucas Merucu abandonó el establecimiento como un señor.

Ni que decir tiene que, a partir de esa noche, Lucas Merucu ya no volvió a dormir en la cama de su apartamento. Mediante aquella sencilla pero efectiva técnica de allanamiento nuestro hombre durmió en tiendas, en portales de cómodos canapés, en bibliotecas, pubs… Ahora bien, si había un sitio que le volvía loco de alegría ese era Ikea. ¡Madre mía, cómo disfrutaba pasando la noche allí! Sobre todo en aquellas habitaciones ya preparadas que contaban con baño y todo. La de veces que repitió en el interior del gigante sueco. Eso sí, cambiando siempre de habitación.

Bueno, y ustedes se preguntarán: “¿Nunca lo pescaron dentro? Pues sí, y más de una vez. Y fue advertido seriamente por los tribunales de justicia, y pagó un montón de multas. Y como los jueces ya estaban cansados de tantas advertencias sin éxito, finalmente, Lucas Merucu dio con sus huesos en la cárcel. ¿Y qué sucedió? Pues… La noche de su última detención, los guardias, esta vez sí, lo condujeron a prisión. Lo llevaron al despacho del alcaide y, allí mismo, Lucas Merucu rellenó su ficha de ingreso. Luego lo condujeron por un largo pasillo hasta su celda y lo encerraron en ella. Se topó de frente con un camastro destartalado. Se sentó en el borde y comenzó a darle vueltas a la cabeza. A los pocos minutos se apagaron las luces y el edificio quedó a oscuras. “¡Todos a dormir!” Y, tras la categórica orden, el silencio se adueñó de la prisión.

“¡Se ha escapado, se ha escapado! ¡El interno Merucu se ha escapado!” -gritaban los guardias a la mañana siguiente tras el rutinario conteo de presos. Se organizó un guirigay de mil diablos. Llamadas a las comisarías, faxes expulsando sin descanso la última fotografía de Merucu, controles policiales en las distintas salidas de la ciudad… Había que informar al director de la prisión. Dos guardias entraron gritando en su despacho: “¡Señor alcaide, señor alcaide, el interno Merucu se ha dado a la fuga!” Pero, en aquella estancia, sólo encontraron a Lucas Merucu durmiendo a pierna suelta en el sofá del alcaide.