Una investidura en sí misma no tiene ningún sentido si no va acompañada de un acuerdo que permita el desarrollo de un programa de gobierno y, naturalmente, de unos presupuestos aprobados para ese fin. No se trata pues de romper bloqueos institucionales, sino de sumar los votos necesarios (lo que requiere actitud constructiva y proactiva). Que Sánchez siga pidiendo a PP y Cs que se abstengan para ser investido no tiene un pase. Principalmente porque le sería imposible gobernar. Apelar ahora a que España necesita grandes consensos de Estado por sentido de la responsabilidad cuando nunca han sido posibles en condiciones mucho más favorables no llega ni a la categoría de ocurrencia.

Tampoco se sostiene la teoría de los bloques. Sí es cierto que hay uno de derechas que actúa como tal (véase Andalucía, Madrid...). Se llama efecto imán: pueden estar separados un rato, pero al final siempre se juntan. Sin embargo, un bloque de izquierdas, para ser tal, debería tener un poso ideológico común que facilitara acuerdos siquiera de mínimos. Pero no es el caso, y menos si analizamos a los actores en liza.

Echenique, físico cuántico del CSIC, primero decidió entrar en política y luego ya ir viendo. Así se estrenó afiliándose a Cs y a favor de la guerra de Irak, y luego vio su ventana de oportunidad como inesperado eurodiputado de Podemos. Crítico de primera hora con Iglesias, rápidamente buscó acomodo a su vera como secretario de organización. Parecía que el principio de Peter en su caso se acababa allí: la fulgurante pérdida de 1,5 millones de votos en tres años y la descomposición de las confluencias eran su cuenta de resultados. Pero no, su cese le ascendió (en otro salto también cuántico) a jefe negociador con el PSOE. Ahí estamos.

En el otro lado del ring, Iván Redondo, el único al que escucha Sánchez, dicen, luce en su currículum la campaña xenófoba de Albiol en Badalona o la personalísima de Morago en Extremadura, entre otros extravagantes logros.

Visto lo visto, ya no queda otra que refugiarse en reflexiones como la del catedrático de Filosofía José Luis Rodríguez García, que en su adiós a la docencia resume el panorama así: «Mi generación ha madurado entre la sorpresa y la estupidez. La sorpresa de estar dirigidos por políticos que no saben hacer política, y la estupidez, porque quienes podían haber apoyado una sociedad civil renovada no han querido hacerlo». Pues eso.