En el relato titulado La construcción de la Muralla China, Kafka nos ofrece el testimonio escrito en primera persona de un hombre que según parece formó parte de los contingentes que llevaron a cabo aquella descomunal obra de ingeniería. El monólogo, si bien tiene la intención de dejar resueltas algunas importantes incógnitas que rondaron las cabezas de todos los chinos desde los primeros días de trabajo, acaba sin embargo por introducir nuevas dudas al respecto, hasta el punto de que lo que en un principio se pudo haber planteado como una certeza clara, se termina transformando en una absoluta imposibilidad o, con un poco de suerte, en una extraña contradicción.

La primera pregunta formulada por el protagonista del cuento es aparentemente simple. ¿Para qué se construyó la muralla? Y la respuesta también habría de serlo: para protegerse de los pueblos del Norte. Todo el mundo sabía en la China imaginaria de Kafka que los pueblos del Norte eran temibles; así aparecía reflejado en los libros de Historia y en las representaciones gráficas, en los cuadros de los artistas, “tan fieles a la realidad”, que mostraban con detalle “los rostros de la condenación, las fauces abiertas, las mandíbulas provistas de colmillos puntiagudos, los ojos perversos, como mirando de soslayo a la presa que van a destrozar con sus hocicos”. Pero nadie había visto nunca, cara a cara, a uno solo de esos pobladores norteños, cosa que por otra parte se entendía como imposible si se tiene en cuenta que cualquier ejército enemigo, por grande que este fuese, se terminaría diluyendo hasta su desaparición en el larguísimo y penoso trayecto que le separaría de los pacíficos pueblos del sur del país. Sus caballos salvajes morirían fatigados mucho antes de alcanzar el objetivo.

La segunda duda hace referencia al modo de construcción por el que se optó, a simple vista incomprensible y aun contraproducente. Nos dice el autor que era este un sistema “por secciones” ejecutado por ejércitos de trabajadores que, diseminados en puntos más o menos distantes del trazado teórico propuesto, iban a su mutuo encuentro conforme a su paso los sillares quedaban correspondientemente fijados. Este método de las secciones nunca fue puesto en duda, pero aún así no escapaba a nadie su evidente vulnerabilidad, ya que dejaba a su paso múltiples huecos sin rellenar que, en un contexto de ataque, podrían ser utilizados por las tropas invasoras como una gran puerta abierta. Al hilo de esta incógnita, un erudito local había publicado un llamativo libro en el que mantenía la hipótesis de que aquella muralla de protección no era en realidad tal cosa, sino más bien los cimientos para una Torre de Babel futura. La primitiva Torre había fracasado por la debilidad de sus cimientos, pero esta última sin embargo, con los últimos avances, no podría caer. Toda la sociedad estaba volcada con la construcción; en las escuelas se priorizaban los conocimientos en este sentido por encima de cualquier otra clase de materia de estudio (todo lo demás era secundario), y la gente soñaba con lograr ser algún día un constructor eficiente. “De modo que primero la muralla y luego la torre”.

Si a cualquier persona se le hubiese preguntado entonces por qué se embarcaba en semejante empresa alejándose para ello de su lugar de origen, de su círculo familiar, y adentrándose además en una vida llena de estrecheces y peligros, todos hubiesen respondido que lo hacían en respuesta a los requerimientos del emperador. Sin embargo, quien cuenta esta historia asegura que poco es lo que se conocía de ese emperador. “¿Cómo podríamos enterarnos […] si vivimos a miles de millas, en el sur, y casi limitamos con las montañas tibetanas? Además, cualquier noticia, en el caso de que nos llegara, lo haría siempre demasiado tarde, ya hace tiempo que estaría anticuada”. Existía una leyenda conocida popularmente por la cual el emperador, en su lecho de muerte, tenía un mensaje que transmitir rápidamente a un súbdito del país. Se habían tirado las paredes y el techo del salón para que la corte observase en torno a una elevada escalera el momento en el que el emperador susurraba lo que tenía que decir al mensajero. Este corría entonces con su información por las estancias interminables del palacio, esquivando a la gente; pero atravesar todas esas habitaciones y patios, así como el complejo palacial que se sucedía tras haber cruzado el primero del centro, y después la propia ciudad de Pekín, “capital del Imperio, el centro del mundo, cubierta hasta los bordes de basura”, era en sí mismo una barrera imposible de saltar, con lo que se suponía que el destinatario no llegaría nunca a recibir su mensaje del emperador.

Franz Kafka escribió La construcción de la Muralla China en 1917. Aunque nunca viajó a Asia, el autor praguense sintió inquietud por el misterio que emana de la cultura oriental, realizó lecturas al respecto, y utilizó el halo de “inaccesibilidad” que sugieren sus antiguas instituciones, las extensas localizaciones, así como el hermetismo de su historia, para ambientar algunos relatos o fragmentos de los mismos. El territorio americano y el Próximo Oriente fueron igualmente emplazamientos que le inspiraron en sus escritos y que conocía por diversas razones a pesar no haberlos llegado a visitar. Un gran traductor de la obra de Kafka al español -y buen conocedor de su trayectoria creativa-, José Rafael Hernández Arias, puso énfasis en el extraordinario impulso interpretativo que ha llevado a multitud de expertos en el asunto a tratar de “comprender” los secretos que parecen guardar sus relatos y novelas inconclusas. A pesar de todo, todavía hay quien sigue confiando en lo que el propio Kafka escribió a Felice Bauer, el primero de sus amores frustrados: “La verdad interna de un relato no se deja determinar nunca, sino que debe ser aceptada o negada una y otra vez, de manera renovada, por cada uno de los lectores u oyentes”.