Existió hace algún tiempo una pequeña ciudad que acababa de ser devastada por la guerra. Casi todos sus habitantes quedaron en la pobreza más absoluta. Todo era difícil de conseguir: agua, comida, ropa, cualquier nimio objeto. Las viviendas quedaron en ruinas y, los vecinos de la ciudad, hacían todo lo posible para arreglar sus techos y paredes, pues llegaba el invierno y no podían quedar a la intemperie.

Vivía en aquella ciudad una mujer con sus cinco hijos. El marido había muerto en la guerra. Ella sola llevaba el peso de la familia. Había reconstruido la casa como había podido y, más tarde, se había colocado en una fábrica de tejidos donde trabajaba desde el amanecer hasta bien entrada la noche. Llegaba al hogar, agotada y rendida.

Llegó el invierno y el tiempo de Navidad. Cada uno de los hijos pidió un regalo para Navidad. El mayor, que tenía quince años, pidió unas botas; la siguiente en edad pidió un lazo para su vestido; el del medio pidió una flauta; la pequeña una muñeca y el más pequeño un osito.

Todos habían pedido un regalo. “Pero… ¿qué haré yo para conseguirlos?” - pensó la madre- . Desde luego no estaba dispuesta a que sus hijos se quedaran sin regalo en Navidad.

Con el poco dinero que ganaba en la fábrica podía comprar las botas del mayor. Alargó su jornada dos horas más, suficiente para comprar el lazo de su hija mayor. La media hora que tenía para comer la dedicó a confeccionar -con los hilos y telas sobrantes de la fábrica -la muñeca y el osito para los más pequeños. Y pasó varias noches en vela para tallar la flauta de madera para el otro de sus hijos.

El día de Navidad estaba rendida pero inmensamente feliz de dar a cada hijo lo que había pedido. Alrededor de la vieja estufa colocaba, con todo el amor del mundo, los regalos que ella misma envolvió con el poco papel de colores que pudo conseguir. Al poco rato, se oyeron gritos y risas cercanos a la puerta de la casa. Abrió la puerta y entraron los cinco hijos que quedaron maravillados ante el alegre colorido que rodeaba la vieja estufa. La madre se sentó en una agrietada silla de madera. Sus hijos empezaron a abrir los regalos. Cada gesto nervioso, cada mirada chispeante, cada risa de cualquiera de ellos fue como un rayo de alegría en el alma de la madre, y de sus ojos surgieron algunas lágrimas.

De pronto, los hijos se giraron y miraron a su madre sentada en la vieja silla. Tan dulce, tan fuerte, tan cansada. Los cinco bajaron la cabeza y el mayor dijo: “Madre… perdónanos, te has desvivido por hacernos estos regalos y, nosotros… nosotros no te hemos regalado nada.” Hubo un silencio. No más de cinco segundos. La madre se levantó y gritó: “¡A la cocina todo el mundo, os espera un delicioso pavo para que deis buena cuenta de él!”. Los cinco hijos corrieron entre empujones y risas hacia la cocina. Ya se les había olvidado todo.