Lucas se aflojó el nudo de su pajarita y estiró las piernas todo lo que pudo. La amplitud de la limusina se lo permitía. El fastuoso coche empezó a recorrer las calles de Estocolmo como si se deslizara sobre el hielo. Apenas sentía el movimiento del vehículo. Cerró los ojos y el asiento lo fue acunando hasta llegar a un estado de extraña serenidad. Fue recordando todo lo que había escrito desde sus inicios; artículos, cuentos, ensayos, cartas, novelas; los premios que había logrado; la entrañable fidelidad de sus lectores; el afecto de la gente a quien había dedicado sus trabajos. Pero entonces, recordó lo que no había escrito. Recordó personas sobre las que no había podido escribir ni una palabra pese a sus infatigables intentos. Momentos de inspiración en un café, en un tren, en la biblioteca de su casa, que servían para escribir historias de viajes, de lugares, de personas. Pero no de todas. Y eso le dolía.

Tenía veinticinco años y daba clases particulares cuando conoció a Carmen. Ella le habló de su hijo David. Tenía Síndrome de Asperger, una especie de autismo unido a una gran capacidad intelectual. A Lucas le pareció una labor muy complicada pero aceptó darle clase. Desde ese día nada pudo negarle a Carmen. Ya nunca dejó de admirarla. La imaginaba yendo de médico en médico hasta que a su hijo le diagnosticaron el síndrome. La imaginaba levantándose a las seis de la mañana; trabajando hasta las cinco de la tarde; ayudando a su hijo en las tareas del colegio; intentando desesperadamente llegar a comprenderle un poco. La imaginaba fatigada en la noche; llorando, rezando, reparando sus fuerzas para el día venidero. Toda una mujer.

El gran escritor no escribió una sola palabra. Es cierto que lo intentó repetidas veces ante el folio en blanco. Ni una sola letra. Pero al pensar en Carmen sólo afloran sentimientos. Percibe absolutamente inútiles y vanas las palabras. ¡Dios mío!, si los ojos pudieran hablar…

La limusina frenó con brusquedad. Lucas abrió los ojos y miró a través de la ventana. Reconoció la calle. Quedaban un par de manzanas antes de llegar a la Sala de Conciertos de Estocolmo. En unas horas le concederían el Premio Nobel de Literatura. Volvió a recordar a Carmen y sonrió. Pensó que se lo iban a dar a un mal escritor.