El otro día, me llegó la notificación de que había sido agraciada con una derrama. Desconozco por qué reciben ese nombre. Supongo que por las lágrimas que viertes, que derramas, cuando te enteras de que te toca apoquinar con una. Dentro del poco júbilo que de por sí suelen causar estas noticias, lo que escocía más en este caso se cifraba en la apostilla con la que justificaban la necesidad de la colecta: “El saldo de la comunidad no resulta suficiente para poder afrontar el pago de los trabajos, principalmente originado por los propietarios con recibos impagados”, se excusaba la misiva.

Planteamientos así llaman a la rebelión. El de la injusticia constituye uno de los sentidos que más pronto se despiertan en el ser humano, y ante el que este se muestra particularmente sensible, ya desde la primera infancia; lo identificamos de inmediato, y nos conduce a la santa indignación por el camino más corto, de ahí que reaccionemos con tanta visceralidad apenas percibimos que se comete un abuso, que alguien se aprovecha de otro.

En estos tiempos de pandemia, estamos adquiriendo conciencia de lo importante que es lo colectivo. Conciencia que ya teníamos (desde el Paleolítico, sabemos que el homo sapiens, sin el grupo, no sobrevive), pero lo habíamos ido olvidando en una deriva de individualismo galopante que, a lomos del progreso y la tecnología, se había ensoberbecido hasta convencerse de que empuñábamos las riendas de lo contingente, que lo incontrolable no se nos podía encabritar, y que, de darse el caso, lo domaríamos sin empacho y sin ayuda de nadie.

Pero ha venido el virus para tirarnos del caballo. Igualico que a San Pablo. Ya descabalgados, derribados en tierra, y con los ojos tan abiertos que por ellos nos cabe una ensaladera, hemos caído en la cuenta de que seguimos dependiendo de los demás, con idéntica fuerza que en los albores de nuestra humanidad indefensa, cuando, con la puntita del pie cauto, pisábamos el umbral de nuestra cueva de Atapuerca mientras afuera campaban los mamuts.

Formamos parte de un entramado y nos hallamos a merced de la buena voluntad de cada uno de sus hilos. De la camionera que ha permitido que los supermercados continuaran abastecidos. Del limpiador que ha pulverizado los letales rastros imprimidos por el bichito en el pomo de la puerta. Del personal sanitario que se ha puesto a sí mismo de trinchera para contenerlo, y cuyos sueldos, por cierto, salen de esas ‘derramas’ con Hacienda que debemos abonar estos días y que se rigen por la misma lógica que la de cualquier finca: si uno de los propietarios se escaquea, el resto tiene que apechugar con más, para que no falten esos recursos de los que luego nos beneficiamos todos. He aquí la injusticia.

No incurrir en ella resulta vital (literalmente, y no como simple modo de hablar) ahora que estamos comenzando a salir a las calles de nuevo y a encontrarnos con el prójimo, después de dos meses. A nadie le gusta pagar impuestos, ni tampoco parapetarse tras una mascarilla, y menos con la canícula en puertas. Al verano le sientan mejor las bermudas y los pareos que un tapabocas que pone a sudar el bigote y el agobio en la garganta. Pero portarla representa un acto de compañerismo, de decirle al otro “me preocupa lo que pueda pasarte, y haré todo lo que esté en mi mano para protegerte”. Y al contrario: salvo en caso de fuerza mayor, no llevarla, o no correctamente (de babero, o dejando la nariz al descubierto, como la desafiante proa de un rompehielos, con el ánimo provocador del exhibicionista que se abre la gabardina), equivale a encasquetarse un letrero luminoso en la frente que, de un solo vistazo -aviso a navegantes-, proporciona la inestimable información de que, al sujeto en cuestión, sus conciudadanos le importan un rábano. Los privilegios demasiadas veces se gozan a costa de alguien más débil, más responsable, o más generoso.

Y qué pena, porque, al final, no somos más que una enorme comunidad de vecinos. Si no aportamos todos en la medida de nuestras posibilidades, el edificio entero se deteriora y se viene abajo. Y con nosotros dentro, por cierto. Vamos a contribuir, anda. Que no tengamos que seguir llorando las lágrimas más costosas de derramar.