Entró en el abarrotado tranvía y enseguida llamó la atención de los pasajeros. Era un chico alto, grande y no muy agraciado. Llevaba una mochila a la espalda. Lo rodeábamos unas veinte personas y él empezó a agobiarse y a mostrar algunos tics nerviosos. De pronto gritó: “¡El domingo 16 está abierto. Hay que pedir sándwich mixto y un botellín de agua!” Repitió la frase varias veces más ante el estupor de los viajeros. Quedaba claro que el muchacho tenía algún tipo de discapacidad. Pasaron unos segundos y volvió a gritar lo mismo: “¡El domingo 16 está abierto. Hay que pedir sándwich mixto y un botellín de agua!” También lo repitió un par de veces. Yo, que lo conocía de otros viajes en el tranvía, me mantenía en silencio ya que estaba un poco alejado de él y porque confiaba en que algunas de las personas que tenía más próximas lo tranquilizasen con alguna palabra amable, con alguna sonrisa cómplice. Quizás con la sutil regañina con la que se amonesta a un niño travieso. Nadie le habló, nadie le sonrió.

Al muchacho se le veía cada vez más inquieto. La falta de espacio y, sobre todo, la ausencia de comprensión, le hicieron gritar: “¡Perdone!, ¿cuántas paradas faltan para el centro comercial?”, y otra vez: “¡Perdone!, ¿cuántas paradas faltan para el centro comercial?” Era el último recurso de ese niño grande de rostro poco agraciado y voz chillona. Era su grito de auxilio, de desesperanza. Era el amargo llanto sin lágrimas de un muchacho desvalido rodeado de la más absoluta y cobarde indiferencia. “¡Perdone!, ¿cuántas paradas faltan para el centro comercial? El día 16 está abierto. Hay que pedir sándwich mixto y un botellín de agua”. Nadie le habla, nadie le sonríe. Van pasando las paradas. Una chica a mi lado comenta en susurros a su amiga: “Es uno de los chicos que venía a la terapia con caballos”. Ella también se esconde. Tampoco le habla, tampoco le sonríe. El muchacho lo vuelve a decir: “¡Perdone!, ¿cuántas paradas faltan para el centro comercial?” Me sitúo frente a él y le digo con voz serena: “Faltan tres paradas, no te preocupes, yo te avisaré.” Y le sonrío. Y me sonríe. Hasta llegar a la parada del centro comercial me vuelve a preguntar lo mismo unas cuantas veces más y yo le contesto. Pero está más tranquilo. Ha bajado el tono. Percibe un poco de bondad.

Cuando ya ha bajado, me quedo pensando en la veintena de personas que lo rodeaban y no sé por qué me viene a la cabeza Twitter. Me vienen a la cabeza esos cafés con corazones de espuma que desean los buenos días al mundo; las fotos de mujeres hermosas corriendo descalzas por la hierba bajo un cielo despejado y luminoso; las frases repletas de buenas intenciones de Coelho o de Bucay; los tiernos vídeos de gatitos, perritos y bebés, con 1.500 “Me gusta”. Es fácil sonreír ante lo que nos parece hermoso y comprensible. Los que rodeaban al muchacho gritón, sí le dirigirían la palabra y le sonreirían a un niño o una niña con síndrome de Down, seguro que acariciarían con cariño al labrador de ojos tristes que acompaña a su dueño ciego. Algo me dice que empatizarían (cómo odio esta palabra) muy bien con los gritones del móvil. Seguro que los entienden y son muy pacientes con ellos.

¡Ay, amigo! Pero el muchacho gritón no era precisamente un guaperas. No tenía los ojos azules, ni los dientes perfectos, ni su tono era agradable. Era demasiado grande, demasiado tosco. “Bueno, a ver si se baja ya y deja de gritar”. Ni una palabra ni una sonrisa. Jesús de Nazaret sí se habría acercado. Hubiera hablado con él y habrían bajado juntos del tranvía. Caminarían a la par y Jesús le explicaría dónde radica la auténtica belleza.