En todas las épocas existen motivos que pueden llevar a la gente que ha vivido en ellas a pensar que las cosas a su alrededor van realmente mal. Pero por alguna razón ocurre a veces que ciertos momentos de la historia acaban caracterizándose precisamente por eso, por dar muestras evidentes de un sentimiento común derrotista, de una inquietud constante, generalizada, que acaba filtrándose con recurrencia no solo a través de los comportamientos comunes y cotidianos de las personas, sino también por medio de la literatura y el arte. A partir del año 1774, con la exitosa publicación de Las penas del joven Werther, muchas víctimas de desamor en Alemania y otras partes decidieron optar por el suicidio para correr la misma suerte que su desdichado protagonista. El suceso, que a la postre ha sido registrado como un verdadero fenómeno sociológico, podría resultarnos hoy meramente anecdótico, aunque en realidad refleja bastante bien la predisposición de toda una colectividad a sufrir por una cuestión muy concreta y, derivado de ello, a tomar medidas radicales al respecto.

“El hombre se retrata en sus hechos -apuntó Schiller en 1794- ¡Y qué figura la que se refleja en el drama del tiempo actual! Aquí, embrutecimiento; allí, abatimiento: los dos extremos de la decadencia humana ¡Y ambos unidos en un mismo tiempo!”. Es esta, pues, la impresión general que muchos autores dejaron constar en sus reflexiones escritas; la que se desprendía de un mundo posrevolucionario y caduco cuyos antiguos valores de progreso y de razón habían demostrado finalmente ser inservibles en la práctica. En cambio, y a modo de contraste, podría decirse que la nueva mentalidad romántica que asomaba en este momento estaba abandonando de golpe cualquier rectitud para volcarse de lleno en una atmósfera cargada de drama y sentimentalismo. O por decirlo de un modo más sencillo: el viejo espíritu utópico y optimista que había caracterizado a los ilustrados antes de las jornadas del terror en Francia, empezaba a ser sustituido por una apreciación mucho más pesimista que permitió al individuo hacer un uso más abultado de sus emociones.

Según parece, las percepciones negativas en todos los ámbitos se fueron poniendo de hecho muy de moda con los años, y raro fue entonces el intelectual o el poeta que no recurrió a las visiones trágicas de la existencia para componer sus piezas. En el último tercio del siglo XIX, el filósofo Georg Simmel, harto ya de esta tendencia, se lamentó en varios de sus artículos de que todos los libros, fuesen del género que fuesen, orbitasen siempre sobre la idea del sufrimiento (que era lo que vendía); y recordaba también la triste aparición en su sociedad de una clase de persona que, al igual que ocurría con el Werther de Goethe, tenía la manía de complacerse en su propia miseria, forzando afectadamente sus expresiones dolientes para provocar compasión en los demás.

“Nos parecemos a los elefantes capturados, que durante muchos días siguen enfurecidos y agresivos hasta que ven que es infructuoso, y súbitamente ofrecen serenos su nuca al yugo, quedando dominados para siempre. Somos como el rey David, quien, mientras vivía su hijo, imploraba a Jehová sin cesar y se mostraba desesperado, pero tan pronto como el hijo murió, dejó de pensar en él”

Estas frases pertenecen a Arthur Schopenhauer, al que directamente debemos tener como el mayor representante de esta corriente pesimista decimonónica (suya es también la idea tan extendida por aquel entonces de que ninguna felicidad, por grande que esta sea, es capaz de compensar el más mínimo dolor). Con todo, el pensador alemán fue asimismo autor de una obrita mucho menos conocida que no llegaría a editarse y que hasta cierto punto puede servirnos de contrapunto a su conocida tesis catastrofista de la existencia humana: El arte de ser feliz, el cual, a pesar de su apariencia, tampoco acaba de hacer verdadera justicia a lo que promete el título. Comenzando con la máxima aristotélica de que “el prudente no aspira al placer, sino a la ausencia del dolor”, Schopenhauer nos brinda aquí una guía de cincuenta pequeños capítulos con los que -en teoría- deberíamos poder afrontar la triste realidad que nos rodea de una manera digna y cabal.

En lo más básico, el mundo descrito por este “oráculo manual” parte de la premisa de que, ante lo que nos va dictando el destino a cada uno, poca cosa se puede hacer, y que por lo tanto lo más recomendable en cualquier caso es evitar los sufrimientos en la medida de lo posible y no darle demasiadas vueltas a los problemas que escapan a nuestro control. No ilusionarse excesivamente con las cosas (la decepción posterior podría ser peor); mantenerse saludable (pues sin salud pocas alegrías hay); desterrar la idea de que existen placeres ahí fuera que nos traerán la felicidad definitiva (ya que esta no existe); evitar ser demasiado efusivo tanto en las victorias como en las derrotas (porque todo puede volver a girar sin que nos demos cuenta). En resumen, ser comedido en nuestras aspiraciones y actuar siempre previniendo posibles desastres personales.

“El medio más seguro para no volverse infeliz es no desear llegar a ser muy feliz, es decir, poner las exigencias de placer, posesiones, rango, honores, etc. a un nivel muy moderado; porque precisamente la aspiración a la felicidad y la lucha por ella atraen los grandes infortunios. Pero esa moderación también es sabia y aconsejable por el mero hecho de que ser infeliz es muy fácil, mientras que ser feliz no solo es difícil, sino del todo imposible”

El propio Simmel habría estado de acuerdo con Schopenhauer en este punto de haber leído el fragmento que reproducimos. También él había observado en su contexto inmediato aquello que denominaba como una “hipertrofia del Yo”, o lo que es lo mismo, la insistente persecución del placer por el placer y la incapacidad de conformarse con menos de lo que podemos imaginar. “En la medida en que el hombre concede importancia a sus deseos y sentimientos -decía Simmel-, decrece la capacidad del mundo de satisfacerlos”. Continuando con esta idea, lo que podemos preguntarnos ahora nosotros es lo que queda de todo esto en las sociedades que conformamos ahora, en el siglo XXI. Precisamente hace unos pocos días, el sociólogo Gilles Lipovetsky dio respuesta a alguna de las preguntas que nos interesan en una entrevista para El País en la que llegaba a asegurar que lo que prima en nuestros entornos, a pesar de los recursos materiales que constantemente se nos facilitan, es una sensación extendida de inseguridad, de desconfianza hacia nuestros referentes institucionales, y, sobre todo, de mucha ansiedad. “Antes, las aspiraciones eran trabajar, comer y tener una casa. Hoy son otras”. Independientemente de lo más o menos cierta que resulte esta última frase, una cosa sí que es incuestionable: hasta la fecha, la insatisfacción casi crónica que parecemos sufrir no ha llegado a desaparecer por el hecho de disfrutar de más objetos a cada momento, de más diversión a cada momento, o de más personas de carne y hueso, también a cada momento. Por lo tanto, es muy posible que el misterio de la felicidad no se encuentre donde hasta ahora pensábamos.