Patricia, la mujer que siempre reía, era sumamente encantadora y dulce. También hacía reír. Sin embargo, a mucha gente de la ciudad le caía mal. Era gente sombría, de semblante serio, de pautadas y adocenadas rutinas, de caminar controlado. Mandaban mucho en la ciudad y, tanto les fastidiaba Patricia, que una límpida mañana de verano fueron a verla a su casa para prohibirle expresamente que volviera a reír.

Aquella misma tarde Patricia salió de su domicilio con su nueva y aburrida cara. Pasó delante de unos niños que jugaban y reían y, de pronto, se pusieron a llorar. Cruzó el parque lleno de pájaros que cantaban en los árboles y, mientras los iba dejando atrás, los tiernos pajarillos dejaban de cantar y caían al suelo desde sus ramas. Pasó Patricia junto a fuentes llenas de agua y, al instante, se secaron. Si caminaba entre las flores, éstas se marchitaban al momento. Si caminaba entre personas, éstas se ponían a discutir o a llorar. Si caminaba sola, no escuchaba sus pisadas, ni el viento, ni siquiera escuchaba su respiración. Cuando regresó a su casa y cerró la puerta, el sol cayó como una sombría esfera de doscientos kilos y despareció sin dejar ni rastro.

Llegada la noche y, aburrida mortalmente dentro de su casa, decidió salir a dar un paseo. No sintió la suave brisa nocturna en su rostro de piedra. Daba unos pasos y se apagaba una farola, daba algunos más y se apagaba otra farola. Seguía caminando y seguían apagándose. A cada paso de Patricia se tornaban oscuras las ventanas de las casas, las luces de los escaparates, los rótulos de neón. También se apagaban las luces de los semáforos y de los coches creando el correspondiente caos. Tras el paseo, Patricia regresó a su casa y cerró la puerta. La inmensa luna llena cayó algo más ligera que el sol, pero también cayó.

Al día siguiente, a primera hora de la mañana, los hombres importantes de la ciudad volvieron a visitar a Patricia. Se presentaron en su casa con nerviosos ademanes y sonrisas de postín. “La ciudad no puede seguir así. Vuelva usted a reír, por favor” -le dijeron. Y Patricia volvió a reír y a hacer feliz a mucha gente. Volvió la luz, el sol, la alegría, la brisa, las flores…

Los grandes mandamases de la ciudad seguían hoscos y aburridos. ¡Cómo les fastidiaba ver a la mujer que siempre reía reír otra vez! Pero…. no les quedaba otra.