Había comenzado a notar que no era el mismo. A ver, uno no pretende recuperar a aquel chaval de 12 años ni al adolescente posterior, ni al comemundos treintañero, pero me daba cuenta de que estaba experimentando cambios a la baja, en plan laxitud excesiva, y mucho más acusados que los normales de la propia evolución/disolución que a todos nos acompaña.

Fueron, en su comienzo, pequeños detalles, impensables en mí, como, por ejemplo, disculpar al caballero que me pisó al cruzar la calle (¿lo ven?, antes hubiera dicho el tipo, e iba que ardía) o aceptar una derrota al mus de buen talante. La cosa -al principio pensé que andaba con la guardia baja-, se complicó cuando recibí sonriente las excusas de un viejo amigo, con el que no tenía relaciones, y me empeñé en demostrarle que el culpable de nuestra absurda ruptura era yo y sólo yo. Sin paliativos. Aquí ya comencé a ser consciente de que algo o alguien se estaba apoderando de mí.

Pero la prueba definitiva que certificó mi gran mutación fue el hecho de empeñarme en pagar las multas de tráfico, incluidas las atrasadas. Entonces ya vi que el asunto se me iba de las manos. No podía seguir así, echándome a perder, y corrí al psiquiatra. Elegí a uno bueno, prestigioso, de pedigrí contrastado, no estaba yo para gaitas de aprendices de brujo u otras hierbas exóticas llegadas de allende los mares.

Me fui a un bufete de cuero y roble, alicatado con todos los diplomas posibles. Un psiquiatra de los de toda la vida, vamos. La primera impresión fue reconfortante porque, además de su aspecto profesional y serio, allí, a un lado de su mesa, aparecía el diván, el famoso diván de los psiquiatras.

Como debe ser. Yo ardía en deseos de oír aquello de Túmbese ahí, por favor, pero parecía que aún no tocaba. Y comenzamos a hablar.

- ¿Qué le pasa?

- Que me estoy perdiendo, doctor, no me reconozco, hago cosas impensables en mí. Que me voy, doctor.

- No se excite, ¿qué es lo más extraño que ha hecho, hasta dónde ha llegado?

- Mire, lo último, de ayer mismo, ha sido detenerme en un paso de cebra porque estaba cruzando un vecino al que no puedo ni ver. ¡Y me paré, doctor!

- Muy fuerte, la verdad, ¿y alguna otra extravagancia?

- Cada vez más. Para que se haga una idea, empiezo a considerar que el Zaragoza jugará la promoción de ascenso a Primera, que los chicos se esfuerzan a tope; el otro día alabé la paella de mi suegra..., voy contento al trabajo y llego puntual..., me dejo adelantar en la autopista..., los políticos me caen bien..., estoy tan tonto que hasta creo que Hacienda somos todos

- Alto, alto, ¡qué barbaridad! ¿Y desde cuándo le viene cambiando la personalidad?

- Desde comienzos de mes.

- Ya. Usted habrá oído decir de alguien eso de «en el fondo es bueno». Pues bien, cada persona tiene, como mínimo, un par de egos, y los líderes políticos no bajan de cinco. Uno de los dos se impone y sale a la luz, mientras el otro permanece dormido salvo que un estímulo exterior lo haga aflorar. A usted le ha aflorado el otro yo

- ¿Pero esto dura mucho? Porque no quisiera estar en esta disposición de mente bonachona cuando me toque hacer la declaración de la renta.

- Tranquilo, esto con la cuesta de enero se arregla: algo interno en su psique volverá a hacer ¡clic! de nuevo y todo volverá a ser normal. Créame, usted seguirá siendo, como hasta hace poco, un auténtico impresentable. Quizá hasta otra Navidad, no se sabe.

- Entonces, no vale la pena que siga viniendo...

- Pues, no. Por eso aplico mi tarifa más alta en la primera consulta: hay muchos como usted que se asustan por nada y con una sesión ya están listos.

- Vaya, lamento en todo caso que no me hiciera tumbar en el diván, como he visto en las pelis.

- ¡Ah!, el diván. Lo tengo porque hace bonito y porque me es de utilidad cuando presento la minuta, algunos se me desmayan del susto, un engorro, pero con usted no va a hacer falta porque no tiene el cuerpo guerrero, ¿no le parece?

-Así es, ¿qué le debo?

- Pues son 500 euros de nada.

-Eché mano a la cartera y pagué sin chistar, y es que no soy yo, qué va.