La sociedad vive momentos convulsos. Algo está cambiando. La digitalización de la economía, el resurgimiento del movimiento feminista, la erupción de colectivos que cuestionan el estatu quo, la ineficacia de la política para dar respuesta a los problemas de los ciudadanos, el surgimiento de movimientos de ultraderecha y la crisis del Estado de Bienestar son solo algunas de las manifestaciones del malestar que impera en sociedades como la española.

La falta de horizontes y la fragilidad del futuro comienzan a encender la mecha de las nuevas protestas sociales, que, al contrario de lo que ocurrió durante los años más duros de la crisis económica, no responden únicamente a razones económicas o a la pérdida del empleo. Ahora, las protestas han cambiado de cara y tienen su epicentro en la desesperanza y en la ausencia de expectativas y respuestas.

Los pensionistas, que prosiguen con sus movilizaciones conscientes de que sus prestaciones no tienen certificado de garantía, encarnan de alguna forma esta nueva realidad. La crisis les pasó factura, pero están cansados de promesas y exigen certezas. El fenómeno también tiene su réplica en el colectivo femenino, que ve cómo la vida pasa sin que pase nada. Y están hartas. El movimiento 8M ha sido posiblemente uno de los más visibles en el año que termina. Y parece que ha venido para quedarse. Y no solo ocurre con las mujeres, hay y habrá más manifestaciones de descontento.

LA FUERZA DE LA CALLE

Uno de los ejemplos más claros de las nuevas protestas es la movilización iniciada en Francia por los chalecos amarillos, que nace para rechazar de plano el aumento de los precios de los carburantes. Pero eso es solo la excusa, porque detrás hay mucho más. Este colectivo, que engloba a una clase media cada vez más descontenta y que no conoce de ideologías, ha puesto en jaque al presidente Macron, que se ha visto obligado a dar marcha atrás, ceder y anular el aumento del impuesto sobre los combustibles. Francia, que siempre suele ser avanzadilla de lo que está por llegar, puede marcar el camino de las protestas en el viejo continente.

Su réplica, aunque mucho más atenuada, la protagonizaron los agricultores aragoneses que el pasado día 5 colapsaron Zaragoza para denunciar los altos costes de producción que tienen que soportar. Ellos quieren convertirse en el epílogo de otra cadena de protestas del sector en toda España llevando su movilización al resto de comunidades autónomas. Y lo mismo sucederá con la minería del carbón, que vive sus últimos años de vida.

Ha pasado ya una década desde que comenzó una recesión mundial que originó despidos por el desplome de la actividad de las empresas, el hundimiento del sector inmobiliario y la desconfianza de los mercados, principalmente hacia los países del sur de Europa. Durante esos años España vivió dos huelgas generales con los gobiernos de Zapatero y Rajoy con la reforma laboral como epicentro de la movilización. Nada cambió. El mercado laboral sigue fabricando contratos temporales sin freno y la recuperación de la economía no se ha traducido en mejoras laborales ni sociales. Nada ha cambiado.

Mientras, Cataluña se revuelve contra su destino y médicos, personal sanitario, profesores, estudiantes y funcionarios salen a la calle cuando se cumplen 14 meses de la declaración unilateral de independencia. Y en Andalucía, miles de ciudadanos toman las calles por la irrupción de Vox tras las elecciones autonómicas. Algo está cambiando, pero nadie tiene respuestas.