Uno de los conceptos que más le cuesta a la gente entender es que la evolución no persigue ningún fin. La evolución nunca se plantea dónde irá antes de llegar ahí, simplemente se desborda en todas las direcciones, como una alfaguara que exultante sangra la montaña dejando surgir miles de manantiales al unísono, para permitir, finalmente, que sólo unos pocos de ellos terminen en firme atanor.

Cada estructura genética lucha por su inmanencia a seguir existiendo en un proceso que Bergson llamó élan vital (la fuerza vital), concepto también desarrollado por Schopenhauer como «voluntad de existencia». Y ésta se centrará en aquello que necesite para mantenerse en el ecúmene a cualquier precio. Dawkins en su teoría de «el gen egoísta» sugiere que aunque parece que los humanos nos servimos de los genes para dejar descendencia, en realidad son los genes los que se sirven de estructuras orgánicas complejas como los humanos para poder seguir existiendo de forma sempiterna generación tras generación. Esta es la respuesta a porqué la selección natural nunca se ha preocupado en curar enfermedades como el cáncer, simplemente porque la gran mayoría de los individuos que mueren por tumores han hecho ya un proceso clave de la vida: dejar descendencia. Y aunque sus hijos portan ya los genes proclives a desarrollar cáncer, son individuos válidos para continuar dejando nuevos vástagos. Así de sencillo. Cosa bien distinta sería si el cáncer se diera siempre en la niñez en vez de en el climaterio, pues esos genes no podrían llegar a una nueva generación de impúberes, cercenándose su existencia en el acervo genético de las futuras generaciones.

Ilustración de Víctor Pastor.

Pero la esencia de libertad ínsita a la especie humana trae consigo la aparición de la «voluntad de acción», que es superior y primará sobre la «voluntad de existencia». Y así contamos con comportamientos que parecen violar las mismas reglas de la supervivencia genética: parejas que deciden no tener hijos, personas de costumbres disolutas que minan la salud, o incluso individuos que directamente deciden quitarse la vida haciendo suya la máxima latina patent portae (las puertas están abiertas). En estos casos se podría pensar que estos comportamientos van contra las leyes naturales, sin embargo -y aquí viene lo interesante- no es así. Ya Aristóteles expuso que la naturaleza no hace nada en vano, y así, ningún comportamiento que realicemos puede ir contra natura, pues es la misma evolución natural de la que nosotros -y nuestras circunstancias como diría Ortega- somos resultado.

En el momento que tomamos existencia como humanos se nos otorgan ciertos sufrimientos que ningún otro animal tiene, comenzando por sabernos mortales, pero también ciertas prebendas que van más allá de la fuerza de voluntad general, y que forman la fuerza de voluntad individual. Interesa recordar que «humano» no viene de hombre (homo) sino de tierra (humus), es decir, que lo realmente propio del hombre es deshacerse en polvo y volver a formar parte de aquello que una vez fue. De ahí la «humildad»(otra palabra que viene de humus) necesaria para entender que el estado natural de lo humano se encuentra bajo tierra y no sobre ella. Abiit ad plures (se fue con la mayoría), decían los romanos cuando alguien fallecía, para recordar a cada momento cuál es el lugar donde más hombres habitan.

Si recordamos esto, no resultará difícil dar un valor extraordinario a este tiempo que tenemos entre las manos, y que se escapa como agua de clepsidra. Y el cómo lo disfrutemos o qué hagamos con él, va más allá de deberes morales o consuetudinarios por mucho que hayan intentado convencernos de todo lo contrario.

Sabernos ligados al único destino necesario del hombre, la muerte, nos recuerda también el fino hilo que nos sujeta a este mundo y cómo quedará segado al primer toque del dalle. Como ese embrión de polluelo, que dentro del huevo queda unido a la cáscara por medio de la chalaza, una hebra casi invisible que le permitirá respirar a través de la porosa estructura cálcica. Pues sin esa frágil e hialina puerta con el mundo exterior no habría posibilidad de que el embrión venciera la entropía que crece a cada instante dentro de sus mismas entrañas, aún por formar. De la misma manera está el hombre dentro de su reino de cristal, por un lado dependiente de una ingrávida y delicuescente hebra, pero por otro lado completamente soberano de ella y de decidir si tenderla a nuevas generaciones, jugar con ella hasta la extenuación, o simplemente cortarla.