Downey Morrison miró la cazoleta vacía de su pipa. -“Vaya, me he quedado sin tabaco”.- murmuró.

Se levantó de su sillón y con fuerte voz llamó a su perro Zar. Éste era un enorme y precioso pastor alemán. Entre ambos se profesaban gran afecto. Poseían ciertas cualidades en común: fuerza, valor, nobleza y… algunas otras más.

Bajaron a la calle. Hacía mucho frío y para colmo nevaba. Downey lamentó haberse abrigado sólo con su cómodo chaquetón de andar por casa. Bueno, lo cierto era que el almacén de tabaco le quedaba muy cerca.

Cuando llegaron a la puerta del almacén, Zar se quedó fuera y Downey entró como una centella. De esta misma forma salió, y llamando a su fiel amigo corrió bajo la nieve hacia su casa. Pero nadie le seguía. Retrocedió hasta la puerta del almacén. Allí estaba Zar. Abrazada a su enorme cuello, una preciosa niñita con el rostro aterido por el frío, se abrigaba a su contacto. La pequeña sólo vestía una enorme camisa de chico. Un poquito más allá, apoyada en la pared, la madre de la niña pedía limosna. “¡Zar!”- gritó Downey. -“¡Zar, ven aquí!”- Éste no se inmutó. Ni siquiera lo miró. -“¡Zar!” -volvió a llamar Downey, -“¡venga, vamos a casa!”- No había nada que hacer. Zar no se movió. Downey no entendía la actitud del can. Se rascó la cabeza pensativo. Miró los ojos bondadosos pero firmes de Zar y entonces comprendió.

Se quitó su viejo y amado chaquetón y cubrió a la pequeña. Como sólo se le veía la carita, la niña parecía un copo más de nieve. Eso sí, un copo de nieve algo colorado por el frío.

De inmediato, Zar dio un salto hacia su amigo y los dos se alejaron corriendo bajo la nieve. Y es que otra de las cualidades que les unía era su gran corazón.