Dio una vuelta perfecta sobre sí mismo, para que le vieran bien, y al hacerlo, el pelo largo y negro desplazó el aire en la zapatería. "¡¡Te quedan genial!!", corearon sus dos amigas, celebrando entre risas y palmoteos el hallazgo. "Es que me encantan", dictaminó él, enfático, con una suficiencia jubilosa en los labios, afianzado sobre aquellos tacones de más de un palmo: cubiertos de purpurina dorada, tachonados con unas incrustaciones de plástico que rutilaban como rubíes. Imprimió a las suelas de plataforma un par de paseos a lo largo de la tienda, mano a la cintura, seguridad apabullante. Un dominio que para sí lo quisieran los equilibrista sobre el alambre. El veredicto no dejaba lugar a muchas reticencias: "Me los llevo". Las amigas redoblaron el jolgorio. Más carcajadas y aplausos. Los tres se marcharon encantados con la compra.

Qué pena que tanta alegría pudiera verse desarbolada si, un día cualquiera, nuestro protagonista decide entrar en una hamburguesería luciendo con orgullo sus tacones nuevos, y un mastuerzo se le encara, para afearle la indumentaria primero y, sin solución de continuidad, anunciarle que lo va a hacer heterosexual a hostias. Vamos, idéntico método y propósito que los del obispado de Alcalá de Henares con sus terapias de reversión, sólo que, en este caso, las hostias irían sin consagrar.

Sí, sin duda, al cabestro podrían ofenderle esos tacones destellantes, igual que a aquel en Barcelona le ultrajó el otro día un simple short vaquero y una camiseta de tirantes color flúor. El verraco sentía que esas prendas le estaban faltando al respeto. Y añadió el argumento definitivo, el de gracia. "Y más habiendo niños pequeños". Ay, sí, los niños pequeños, que están delante. Su inocencia, el arma arrojadiza para justificar la cortedad de miras, los prejuicios de sus mayores. La infancia como coartada.

Es la misma que esgrimió Isabel Díaz-Ayuso ante la propuesta de Vox de desterrar los festejos del Orgullo Gay bajo las alfombras de la Casa de Campo. "No es el sitio —les rebatió la prócer del PP, enmendando la plana a sus aliados—, puesto que se trata de un escenario de las familias durante el fin de semana". Toma ya. Triple salto mortal el que ejecutó esa materia gris para obviar el hecho, constatado empíricamente, de que las personas LGTBIQ son, además, padres, hijas, hermanas, tíos, nietas... En fin, esa maraña de lazos de consanguinidad y/o amor que, popularmente, identificamos como familia.

Y, sin embargo, se les excluyó de ese colectivo, de la gran parentela española. Fue a Díaz-Ayuso a la que se le vio el plumero al reducirlos a mero espectáculo no apto para menores. Ay, sí, los menores, que están delante. Qué traumas insondables no les causaría ese derroche de perversión. ¡Un hombre sobre unos zancos empachados de brillantina! Pero es al acordarme de la satisfacción que rezumaba aquel que giraba sobre los suyos en plena zapatería, cuando me viene a la mente ese refrán que equipara las ilusiones inmensas a las que experimentan los niños con zapatos nuevos.

Exacto. Ese hombre, en ese momento, no era más que un niño feliz con su calzado de estreno. Entonces, ¿cómo no iban a entenderlo, y mejor que nadie, los hijos de cualquiera, inclusive los de aquel gañán de la hamburguesería? ¿Quién no compartiría su alborozo? Tal vez, el que nunca se ha aventurado en el ejercicio que sugiere otro refrán, esta vez inglés: que, para comprender a alguien, no hay como ponerse en sus zapatos. Y comprobar de este modo las durezas acumuladas en el talón, atisbar la promesa de juanete, y sentir dónde duelen más las rozaduras. Sólo así se puede acompasar nuestro paso al de los demás. Calcémonos pues esos zapatos. Suerte que sean nuevos. Aún queda trecho por recorrer.