Nuestra vida entera está en foto. Nunca como hasta ahora se les había concedido a semejante cantidad de momentos el rango de inmortales, ya sean merecedores de cristalizar en un recuerdo, o de una banalidad suma. Los recién casados cortando al unísono la tarta de su banquete nupcial: en foto. Tu primo hurgándose la nariz tras salir de la ducha: en foto también. Tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando.

El arte de la fotografía se ha democratizado hasta los confines de la devaluación. Se trata de lo más vulgar, lo más cotidiano que puede caber en nuestra rutina de teléfonos en ristre. Sin embargo, hace apenas unas décadas, todavía se hallaba revestido de una pátina solemne, de unas hechuras de ritual. Desde luego en sus inicios, por las largas horas de exposición que requería el ser retratado. Qué paradoja: tanta inmovilidad ante la cámara para que, al final, el aparatejo se haya integrado, precisamente, en un móvil. Más tarde, la criba del revelado y las limitaciones del carrete (de 12, de 24 o de -tiremos la casa por la ventana- ¡nada menos que 36!) también imponían un castrante ejercicio de discriminación. El pasaporte al para siempre exigía sus condiciones.

Y no sólo de índole técnica, sino también, y quizás más importante, social. Por algo hizo fortuna aquella frase de Guerra: el que se mueva no sale en la foto. Aparecer en según qué posados, junto a según quiénes, constituía un premio. Uno que se vendía a precio de sumisión, de no descarriarse de ciertas veredas. Guiándose por esa lógica, Stalin eliminó a Nikolai Yezhov, otrora jefe de su policía secreta, de aquella instantánea que testimoniaba que, una vez, habían sido buenos camaradas. Salir en la foto implicaba estar dentro del clan. Si no te dejas meter en cintura, te sales. O te saco. Y si te sales, nunca exististe. Como en ese juego para niños de teta. Cucú. Trastrás. No me ves. Ya no estoy.

Sin embargo, debido a ese mecanismo pendular de acción-reacción por el que funciona la Historia, lo que antes suponía una penalización (que proscribieran tu estampa del álbum), ahora puede considerarse el mayor de los privilegios. Tiene su razonamiento. En la escasez, sólo la élite accedía a la posteridad. En la sobreabundancia actual, tal vez lo elitista sea que te borren, escabullirte del retrato general. Tu derecho al olvido.

Algo así pretendió hacer valer Rivera unas semanas atrás, en la plaza de Colón, cuando interpuso entre él y la cúpula de Vox un murallón de acólitos, a ver si, con un poco de suerte, el gran angular de las cámaras no cundía lo suficiente para contenerlos a todos en el mismo encuadre. Un cordón sanitario como otro cualquiera. También intentaron una maniobra similar Torra y Colau en el último Mobile World Congress, donde se pasaron el rato jugando al escondite, no fuera a ser que, en un enfoque traicionero, los pillaran dándole la mano (y la dignidad) a Felipe VI.

Estas filigranas políticas de composición llevan a pensar que el papel institucional, las estrategias electorales, el hombre del saco, o qué sé yo, obligan a nuestros representantes a contorsionar sus principios y a figurar, con demasiada frecuencia, donde o, sobre todo, con quien en ningún caso desearían estar.

Una zanja entre aspiraciones y realidad en la que, tristemente, nos debatimos un poco todos. En tal dirección apuntan esa ristra de fotos que colgamos incesantemente en nuestras redes sociales, para mostrar, a gente que no nos acompaña, lo que viajamos, comemos, o admiramos (en vez de vivirlo sin filtro y en el momento). Quizás compensaría aparcar un segundillo la cámara y correr a hacer lo que en verdad nos apetece con quien realmente queremos. A fin de cuentas, la vida es corta y está cara. Las fotos son inmortales. Nosotros, no.