Bella es la certeza, pero más bella es la incertidumbre. En los hermosos y abruptos terrenos de la incertidumbre estábamos el sábado en Pirineos Sur (Auditorio Natural de Lanuza) antes de que Echo & The Bunnymen saliese al escenario (o sea, que no estábamos muy convencidos de que Ian McCulloch y sus muchachos ofrecieran un concierto medianamente notable), cuando mi amigo y colega de correrías periodístico-musicales Gonzalo de la Figuera soltó: «¡Tengo un pálpito!» Al principio no quedó claro si había dicho pálpito o pal pito, pero enseguida aclaró que lo que tenía era la sensación de que íbamos a presenciar un buen concierto. Y el pálpito se hizo carne y habitó entre nosotros.

Nosotros, los mortales que en otro tiempo acudimos a las actuaciones de Echo & The Bunnymen con la fe del feligrés; los mortales que vimos en McCulloch la reencarnación de Jim Morrison; los mortales que, junto al esplendor del ritmo, vivimos el dramatismo de los ochenta, la zona oscura, la neo-psicodelia, el post-puk y la leche en verso. Ahí estábamos, al borde del pantano (sin intención de echarnos al agua, ojo), expectantes, a la espera de que McCulloch celebrase una de sus misas negras (negras, por cierto, quería que fuesen las almohadas del hotel en el que pernoctó, pero para su desgracia no se hospedaba en la mansión de los Adams). Y salió al altar del Pirineo, y parecía estar a gusto, e incluso dio la impresión de tener una epifanía. Elogió la belleza del lugar y cantó. Bien. Bastante bien, pues conserva en la voz los matices de antaño, aunque la potencia se resienta con el devenir del calendario. Y los Bunnymen le apoyaron en su travesía por los siete mares alumbrados por lunas asesinas. Y sonaron esas guitarras que tanto nos acercan a The Doors, y...

Y la cosa empezó con Going Up, siguió con Bedbugs And Ballyhoo, Rescue, Never Stop, Zimbo... La cosa prometía. Siguió la celebración con Over The Wall, Somnumbulist, un inteligente enlace de Villiers Terrace con la pieza de The Doors Roadhouse Blues; Nothing Lasts Forever («nada dura para siempre», ya saben), que se transformó en un cruce con Walk On The Wild Side; Seven Seas, Rust (la mordida de la herrumbe), Dancing Horses... Y en la recta final, The Killing Moon («la luna asesina vendrá demasiado pronto»), The Cutter, Lips Like Sugar, y Ocean Rain. La discografía de Echo & The Bunnymen es un mapa que muestra la geografía de la desolación. El sábado, con altibajos, la banda mostró que aún puede transitar con brío por ese escarpado territorio.

La velada, en el escenario de Lanuza, la abrió Fino Oyonarte, bajista de Los Enemigos, miembro de Clovis y Los Eterno, y debutante en solitario con el disco Sueños y tormentas (2018). La intimidad de su propuesta casó mal con la inmensidad del Auditorio Natural (un claro fallo de programación), pero más allá de eso hay que convenir que su reconversión en cantor es, cuando menos discutible. Por la construcción de los textos, la tautología de sus músicas y su forzada interpretación. Puede, no obstante, que todo eso se diluya en un recinto más adecuado, pero Lanuza es un peligro para determinadas ofertas. La de Fino, sin ir más lejos. Y antes de todo lo contado, en el llamado escenario Caravana Sur actuó el grupo oscense El Verbo Odiado. H