Es en la axila donde mejor se comprueba si hay fiebre. Así que, tal vez, no resulte descabellado acudir a ese punto caliente, termómetro en ristre, para testar la salud de nuestro feminismo. Sin duda, la lucha por la igualdad entre hombres y mujeres ha de encarar asuntos más relevantes y urgentes que desenredar los pelos que prosperan en esa cavidad, se me podrá reprochar. Pero ya se sabe que, en no pocas ocasiones, es la quincalla, la que se ventila en el día a día, en aires de frivolidad, la que arroja la verdadera medida de un problema de mayor envergadura y solemnidades.

Desde luego, hay quien le concede una importancia tan pueril como descomunal. La suficiente para que, mientras se estaba debatiendo en el augusto hemiciclo de este país si convenía convertir a Irene Montero en vicepresidenta, un concejal tuiteara una foto de la susodicha, rubricada por el deseo ardiente y de gran altura política de que, llegado el trance de tener que representar a los españoles, el favor hiciera de afeitarse la sombra capilar que le asomaba impúdicamente por la manga de la camiseta.

¿El mensaje implícito? Que una mujer con vello en según qué zonas de su cuerpo no se halla en condiciones de representar a nadie. Ahora, que lo que es a mí, sí. Tanto o más que una depilada. Después, tiempo habrá de detenerse en la nimiedad de constatar si también lo hacen sus ideas.

Pero claro, en lides de representación institucional, podría argüir el concejal rupestre, qué menos que desprenderse del pelo, con la imagen de suciedad y dejadez que transmite. Vamos a ver. Si te duchas a diario, si te aplicas desodorante, la ciencia ha demostrado que esa axila no huele, albergue césped o no lo albergue, y por mucho que tú te empeñes en lo contrario. Más bien, lo que atufa, y canta La traviata, es el argumento: a excusa barata, repetida hasta esa saciedad con la que siempre se intenta llenar lo que carece de fundamentos.

“Vale, vale, entonces, ¡que se rasure al menos por estética!”, exclamará el concejal rupestre, ufano de su razonamiento incontrovertible. Partamos de la base de que la estética no constituye un axioma, sino una convención. Una que va variando en función de la época, la cultura o los designios de la publicidad (que, mira tú por dónde, ha optado en este caso por infantilizar el cuerpo femenino: de ello obtiene pingües beneficios la industria de las cremas depilatorias, las maquinillas, las bandas de cera y los tratamientos con láser).

Cierto que, pese a lo arbitrarios, algunos de estos preceptos, por tan arraigados, resultan muy difíciles de extirpar (por supuesto, mucho más que la frondosidad que combaten). Queda patente cuando a alguna actriz o cantante se le ocurre airear sus matas pilosas: automáticamente, se le echan encima hordas furibundas que, al amparo del dogma de la tersura, se enzarzarán con saña en interminables y estériles debates sobre si se trata de una guarra o de una moderna, cuando la única conclusión posible es: a ti qué más te da, si seguro que, a poco que lo pienses, tienes cosas más productivas que hacer.

Y por esa trocha llegamos al quid, a los pilares de la igualdad y la libertad. Si hogaño un señor se desbroza como antaño no lo hacía y aquí no se persigna nadie, ¿por qué si una mujer admite, sin mayor trauma, que le crecen greñas en las piernas, los genitales y el bigote, y decide, sin aspaviento ninguno, dejarle seguir su curso a la madre naturaleza, por qué —repito— un concejal rupestre la tiene que señalar? Pues porque es rupestre, Martita, obvio. Y también por los cánones de belleza. Esos tan consistentes que obran el milagro de que los hombres corran como locos a Turquía a injertarse felpudos en el cráneo mientras, por su parte, las féminas corren a abrasarse los folículos cual posesas ¡y que no sobreviva ni uno! Cánones de belleza, cánones de belleza… en lo que respecta a coherencia de criterios, merecemos que nos manden un poquito a freír morcillas, la verdad.

Pero, con todo y con eso, allá cada quien, soberano de su anatomía, que la rija de la manera en que se sienta más cómodo y más guapo. Eso sí, que resulten entonces todas las opciones —hombres y mujeres velludos o lampiños— igual de válidas y socialmente de recibo. Sólo así llegamos a la tercera pata del trípode, la de la fraternidad. Porque, aunque gobernar tu cuerpo al albur de lo que juzgue el prójimo siempre se tratará de una pésima idea, tampoco vamos a ser hipócritas: en mayor o menor medida, a cualquier hijo de vecino le gusta gustar, por lo que menuda lástima, qué desperdicio, que del gusto proscribamos al pelo. Ahora, que también te cuento y certifico, perded cuidado, cuando alguien se halla en el ánimo de tener contigo algo más que palabras, no hay en esa sacra tesitura pelambre que disuada. Y en caso de que sí se erija en línea roja, pues qué quieres que te diga… que él o ella más tontos son. Tal como anda de birrioso el patio, si encuentras un señor o una señora, y te agrada cómo piensa, cómo siente, y cómo besa, en todo lo demás… ¡pelillos a la mar! Gustémonos un poco más.

Por eso, a despecho de los concejales rupestres, chicas, los brazos siempre arriba. Os luzca como os luzca el pelo. El del sobaco, claro.