Hace unos pocos días, en el interior de una cárcel del sur de Japón, el recluso de nacionalidad china Wei Wei fue sacado súbitamente de su celda y conducido sin más preámbulos a otra estancia del centro donde, casi sin poder esperarlo, murió en la horca en un clima de total secretismo. Más tarde se supo que ningún medio fue avisado del acto hasta después de que la condena se hubiese efectuado.

Como es comprensible, la noticia de este escalofriante ajusticiamiento se ha difundido con gran celeridad por todo el mundo; y ello no solamente se ha debido al hecho de que un estado democrático y fuertemente industrializado como es Japón todavía aplique la pena de muerte en nuestros días (pues no es el único de este tipo que aún lo hace), sino sobre todo a la casual circunstancia de que allí mismo vayan a tener lugar en los próximos meses dos actos institucionales de gran proyección mediática que podrían hacer ver como paradójico semejante rasero punitivo: el 14º Congreso de las Naciones Unidas sobre Prevención del Delito y Justicia Penal, y más aún, los Juegos Olímpicos de Tokio; unas citas que, si bien hablarían por sí mismas en lo que a derechos humanos se refiere, no han servido para ablandar ni lo más mínimo las tradicionales leyes niponas en la materia. Al fin y al cabo, y en palabras de la ministra de Justicia cuando se le preguntó sobre el asunto, “La sentencia de pena de muerte fue bien estudiada en el juicio”.

Detrás de lo que podría parecer un claro ejercicio de abuso de poder, se esconde un trasfondo moral colectivo que apoya abiertamente la pena capital para casos como el del infame Wei Wei, quien asesinó a dos niños pequeños y a sus padres arrojándolos después a las aguas de una ensenada. Y según se aprecia, las encuestas recientes son en realidad bastante concluyentes al determinar que la ciudadanía japonesa es en su mayor parte defensora de la aplicación de esta sentencia tal y como se viene realizando hasta ahora; lo mismo que lo es a grandes rasgos el resto del continente asiático, y también un conjunto creciente de países de todo el globo, progresivamente condescendientes con la idea de administrar la pena de muerte sobre los reos de naturaleza más abominable.

Menos de una semana después de la ejecución a la que nos hemos referido, un tribunal de Sudán (donde los ahorcamientos se sentencian del mismo modo que en el resto de países del África nororiental) ha decretado la muerte para 27 agentes del servicio de inteligencia que meses atrás quitaron la vida a base de golpes a un profesor que se estaba manifestando contra el decadente régimen del momento. Multitudes de espontáneos han rodeado el tribunal en cuestión alzando a modo de pancartas retratos de la víctima, y cuando el hermano del fallecido ha sido preguntado por el juez si estaba dispuesto a perdonar a los acusados, este ha respondido tajante: “Pido la pena de muerte”, a lo que el público ha coreado: “¡La sangre del mártir no habrá sido derramada en vano!”.

También Estados Unidos, conocido valedor de la inyección letal como supuesta solución humanitaria ante el dilema ético que nos toca, ha dado pasos en el mes de diciembre con el propósito de restaurar la pena de muerte a nivel federal en todo el conjunto de la nación, cosa que, para disgusto de su presidente, parece que no logrará. En cuanto a Perú, que al igual que ocurre con el resto del subcontinente americano, no contempla el castigo capital, ha realizado igualmente amagos peligrosos. Aquí, con la vista puesta en las elecciones parlamentarias extraordinarias de finales del próximo mes de enero, algunos candidatos se han lanzado a prometer la pena de muerte para los feminicidas y violadores de menores de edad, por mucho que tal propuesta sea de hecho inaplicable por formar parte el país de la Convención Americana sobre Derechos Humanos. Y aunque de un modo más anecdótico quizás -si bien la noticia es incuestionablemente ilustrativa-, también en México se han hecho declaraciones aventuradas; en este caso durante la presentación de una película “pro-vida”, durante la que su director ha llegado a reconocer la ironía que supone que en aquella república “no se legisle a favor de la pena de muerte de un criminal pero sí se quiera legislar a favor de la pena de muerte de un bebé inocente que no hizo nada”.

A pesar de que a lo largo de las últimas décadas la tendencia abolicionista de este cruel castigo se ha extendido considerablemente, se estima que en la actualidad todavía continúa vigente en unos 60 países, de los cuales hay algunos de ellos que sistemáticamente optan por ocultar sus cifras anuales de sujetos ejecutados. El ejemplo más paradigmático en este sentido es el de China, del que solo por datos de Amnistía Internacional deducimos que muy probablemente acumula más muertes que el resto de países juntos; y en los últimos meses también han salido a la palestra, gracias al testimonio de decenas de valientes desertores, descripciones de ejecuciones públicas llevadas a cabo en Corea del Norte que eran prácticamente desconocidas hasta la fecha, dado que al parecer los pelotones de fusilamiento acostumbraban a requisar los teléfonos móviles de los asistentes a los actos para que de allí no pudiese filtrarse ninguna clase de información.

Hay, pues, un espacio importante para la desilusión si queremos pensar en un futuro próximo sin pena de muerte. Incluso en Europa, continente que mayoritariamente está concienciado y ha aprendido a rehuir en los últimos tiempos el empleo de estos castigos, todavía encontramos el caso de Bielorrusia, que el pasado mes de noviembre sentenció la pena capital para una pareja de peligrosos estafadores que asesinaron cruelmente a seis ancianos para quedarse después con sus casas. Lejos de aquí, por su parte, el panorama no es mucho mejor. A mediados de 2019, la isla bengalí de Sri Lanka anunció la impactante noticia de que después de 42 años de moratoria, la pena máxima volvería a estar activa en el país para aquellos prisioneros que hubiesen sido condenados por tráfico de drogas. Automáticamente, la necesidad de localizar a un verdugo con tanta rapidez implicó la llegada de más de un centenar de candidatos a la convocatoria.

Las razones que llevan a las naciones retencionistas a poner en práctica estas radicales condenas no siempre tienen mucho que ver. Por supuesto que los crímenes de sangre más extraordinarios suelen estar comúnmente en el punto de mira, aunque según los estados son asimismo susceptibles de saldarse con la vida los citados delitos relativos al narcotráfico, o también los vinculados a la corrupción; por no hablar del empleo de la pena capital como modo de saldar asuntos turbios capaces de comprometer la permanencia de grandes líderes en el poder (como parece haber ocurrido recientemente en el desenlace del “caso Khashoggi” en Arabia Saudita). De todas formas, es en el plano de la intolerancia sexual donde desgraciadamente localizamos la presencia más detestable de penas capitales, practicadas con recurrencia en estados islámicos radicales. Especialmente conocido es el ejemplo de Irán, que contempla la pena de muerte para menores de edad e incluye en su código penal la lapidación como respuesta al adulterio y la homosexualidad. También Pakistán cuenta con métodos similares, vistos de hecho hace escasos días con el martirio de una niña de 9 años que fue apedreada hasta la muerte para restablecer el equilibrio entre dos familias. Y en cuanto a la homosexualidad, el último país decidido a perseguirla ha sido el pequeño sultanato de Brunei, sito en la esplendorosa isla de Borneo, que este mismo diciembre ha decretado pena de lapidación para aquellos que osen incumplir las nuevas leyes de moralidad (los ladrones, por su parte, sufrirán amputaciones de brazos y piernas).

Pretender castigar con la pena de muerte los delitos de violación es otra posibilidad presentada últimamente a bombo y platillo en algunos lugares, por mucho que tal medida haya demostrado ser no solamente ineficaz, sino también contraproducente. Solo durante este último año, en la India se han producido más de 13.000 casos de abusos sexuales, una cifra ciertamente alarmante que ha llevado al ministerio de Desarrollo de las Mujeres y Niños a endurecer las penas contra los responsables a pesar de que, como algunos expertos han señalado ya, cualquier violador, dada su situación, podría preferir asesinar también a su víctima (y tal vez escapar) antes que exponerse a ser ajusticiado por el estado si eso le puede suponer la horca.