El autobús llegó con cinco minutos de retraso. Iñaki subió. Aunque había asientos libres, se dirigió mecánicamente al final del pasillo. Allí se quedó, de pie, agarrado -diríase mejor, abrazado- a la barra de sujeción que atravesaba el autobús de arriba abajo. Apoyó su cálida mejilla en el frío acero y, no pudo evitar volver a pensar en Said. Said era uno de los niños que quedaba a su cargo en el patio de recreo de La Esperanza, Iñaki acudía allí como voluntario dos veces por semana desde hacía tres meses.

Dicho centro de carácter benéfico, daba de comer a pobres y maleantes; se encargaba de entretener y asegurar compañía a los ancianos; y en los últimos años, debido a que una parte del edificio albergaba un colegio público con un gran número de chavales marginados, los coordinadores de La Esperanza habían contactado con voluntarios para poder controlar las numerosas trifulcas que se producían en el patio a la hora de comer.

Iñaki no se sentía cómodo con su trabajo en el banco. Profesionalmente habían sido tres años muy buenos. Magnífica situación y un sueldo igual de magnífico. Parecía que todo estaba resuelto. Pero su vida no podía terminar ahí. Por eso se ofreció como voluntario. En el corto período de tres meses Iñaki se reencontró con la vida ¡Dios mío! Había vuelto a llorar, a reír, a ilusionarse, a soñar… pero, sobre todo, había vuelto a luchar. Y era una lucha cruenta y desigual, pues los orígenes tan dispares de aquellos muchachos multiplicaban los fantasmales adversarios de Iñaki: racismo, agresividad, falta de cariño. Tenía días buenos y malos. ¿O eran los niños quienes los tenían? Unos días se sentía con una fuerza y un dinamismo fuera de lo común. Otros, en cambio, le invadía tan tremendo agotamiento, que se prometía a sí mismo que no volvería nunca más, que abandonaría definitivamente la lucha.

Pero Iñaki siempre fue un gran luchador. Sólo le bastó comprender que jamás lograría un triunfo absoluto. Sólo pequeñas victorias. Victorias temporales y gracias. Rara vez de más de cinco minutos. La mayoría se reducían a segundos (lo que costaba detener una pelea o contestar un golpe con una sonrisa).

Con Said todo era diferente. Jamás lograba victoria alguna. Said tenía cinco años. Dos años antes había llegado a La Esperanza. En sus primeros días, cada vez que un profesor o un compañero se acercaba a él, Said se cubría la cara con las manos, temeroso de recibir algún golpe.

Ahora ya no tenía miedo de los golpes. Seguramente porque ahora los daba él. Con cinco años ya tenía fuerza suficiente. Cuando Iñaki llegó al patio en su primer día como voluntario, Said le recibió a patadas y puñetazos. No pasaba un solo día sin que Iñaki regresara a su casa con unos cuantos moratones. Sin embargo a cada golpe de Said, él respondía con un abrazo, una sonrisa, o una caricia. Algunos podrían pensar que se trataba de una táctica para controlar la ira del pequeño. Pero no era así. Simplemente Iñaki adoraba a Said desde el primer día que lo vio. ¿Cómo no adorar a aquel, cuyo rostro pétreo marcado por el dolor, no había conocido nunca la dulzura del beso materno?

* * *

El autobús llegó e Iñaki se dirigió al Centro. Estuvo media hora en el comedor y luego salió al patio. Avanzó unos pasos mientras agradecía los rayos del sol en su cara. Entonces vio a Said corriendo como un loco hacia él. Iñaki se inclinó un poco y cubrió sus espinillas con las manos. Pero el pequeño lo agarró del cuello y le dio un beso en la mejilla. A continuación llamó capullo a un compañero y de una patada lo tiró al suelo. Iñaki se incorporó boquiabierto rozándose la mejilla con sus dedos. Sintió una inmensa alegría. La alegría de la victoria.