Beatriz Lucea asegura que hay, a veces, un gris azulado en el cielo, en aquellas tardes de verano que preludian la lluvia, que debería llevar su nombre: azul Eduardo Laborda. Con ese y otros mimbres, este artista nacido en Zaragoza en 1952 pinta rincones de su ciudad, como fábricas en desuso y otros recuerdos ahora desaparecidos.

La historiadora del arte Beatriz Lucea comparte con el pintor su preocupación por el patrimonio artístico. Se conocieron en las reuniones de Apudepa (Acción Pública para la Defensa del Patrimonio Aragonés). Para la museógrafa, Laborda, a quien conoce bien, pues habla de él como de alguien de la familia, «vuelca en la arqueología industrial su obsesión por el paso del tiempo». A través de sus cuadros, de un alto hiperrealismo, nos habla de la época en que las factorías «daban trabajo y riqueza, y de cómo nos las hemos encontrado. El progreso ha sido un poco una falacia». Lucea sabe de lo que habla. Inició, en sus tiempos de estudiante en la Universidad de Zaragoza, una tesis sobre el pintor, que confiesa inacabada. Ahora es gestora cultural, y desde hace más de quince años se dedica a poner en valor el patrimonio aragonés.

Lucea pondera el carácter extrovertido del artista plástico: «La gente le quiere, es una estrella. Las inauguraciones de sus exposiciones baten récords de asistencia», afirma. El cine ejerció un gran influjo sobre su obra, y de manera muy notable lo hizo H.R. Giger, el creador visual de Alien, el octavo pasajero. «A pesar de que Eduardo y su mujer, Iris, también pintora, viajan muy poco fuera de España, en los 70 coincidieron con el rodaje de Alien en Londres, y eso le influyó muchísimo». Parece imposible que la criatura extraterrestre de terribles mandíbulas haya influido a un hiperrealista. «Y sin embargo así fue. Se ve muy claramente en sus primeras obras, cuando él te las explica», aclara, sonriendo. En los 60, Laborda estudia en la Escuela de Artes Aplicadas y Oficios Artísticos de Zaragoza, y más tarde en la Escuela de Bellas Artes San Jorge de Barcelona. Quiso ser, al inicio de su carrera, escultor, como su admirado, el británico Henry Moore.

Eduardo Laborda, visto por Daniel García-Nieto.

Amante de la pintura del XIX, diosas y esfinges comparten lienzo con industrias derruidas. Otros mundos, otros tiempos, cuadros que hablan siempre de lo mismo: el dolor por el tiempo que se escapa. Una tarde, la entrevistada y Eduardo, acompañados por la también gestora cultural Isabel Soria, fueron a hacer fotos a la fábrica Fundiciones del Ebro. «Había un atardecer rojo, precioso. Hicimos unas fotos del conjunto industrial. Al día siguiente entró la piqueta. Son, seguramente, las últimas fotografías que se hicieron a estos edificios».

A alguien que le obsesiona el paso del tiempo debe, por fuerza, interesarle el coleccionismo. «Una vez Eduardo me regaló una cajita en latón con la cara de una mujer grabada. Antiguamente, cuando una se ñorita iba a casa de otra a tomar café, le llevaba esta caja con un bombón dentro. Me encanta el detalle, ‘de mí para ti’. Un detalle entre amigas».

En ocasiones, el artista siente la obligación de rescatar personajes que se han quedado en la sombra. Para este Robin Hood de la memoria, escribir, pintar o rodar un documental es todo lo mismo: estrategias para congelar el momento. Ha elaborado documentales sobre los escultores José Bueno y Félix Burriel y sobre el bar Bonanza.

«Es muy sensitivo»: dice Beatriz del pintor. «Algunos días le llamaba por teléfono y él me decía: ‘ya sabía que me ibas a llamar. Son sinergias, en el universo hay energías’, me respondía».

En otra de sus facetas, Laborda descubre nuevos talentos. «En la revista Pasarela nos daba la oportunidad de publicar a los alumnos que estudiábamos los últimos cursos de Historia del Arte». Allí debutó Beatriz con críticas y artículos.

Hoy le toca a ella reivindicar su obra. «Alguien que es hiperrealista nunca parece muy moderno, pero él lo es», se queja Lucea. «La gente se está perdiendo mucho de su obra porque se recrea en el buen hacer técnico, pero nos perdemos todo el simbolismo que esconde. Eduardo es muy barroco, hay mucho detrás. No es un encaje de bolillos. Nada está ahí al azar». Laborda no es un pintor que viva al margen de la sociedad. Se implica. Y su gran proyecto es Zaragoza; es su escenario y el primer personaje de su obra. Quizá viera en las fábricas del Arrabal zaragozano aquellas arquitecturas orgánicas de Giger, paso de una civilización extinguida: la Maquinista del Ebro, la antigua Azucarera, la Estación de ferrocarril del Norte, o la de Utrillas, son los testigos de su añoranza.