En medio de la tormenta, un importante segmento de la población occidental se agarra a los restos del naufragio: atisba en lontananza el espejismo de la clase media y conserva la fe en la promesa de que un ascensor social los elevará a un paraíso de chalés adosados con piscina. Sobre ese sueño, un relato que precisamente se empeñan en propagar los más tramposos en la partida del capital, se apoya lo que ya muchos califican como nacionalpopulismo, que ofrece una explicación sencilla a todos los problemas: si el engranaje que impulsa hacia arriba no funciona no es cosa del 'shock' al que han sometido al estado del bienestar, sino de elementos como los inmigrantes o los impuestos que sustentan los servicios públicos (de los que abusan los desarrapados, no usted, válgame Dios). Puede que incluso su vecino, ese que vota "mal", tenga algo que ver en que a usted le vaya regular.

Esta canción, que quizás les suene, es la que entonan tipos como Donald Trump, de quien ya se da por hecho que revalidará la presidencia de Estados Unidos en las elecciones del próximo noviembre. En Europa tiene alumnos aventajados que han tomado buena nota de la lección: agitemos las guerras culturales y exacerbemos el nacionalismo, que movilizan a la parroquia, mientras disimulamos la realidad de fondo. Que se lo digan a los británicos.

Esa realidad de fondo no es otra que el 99% de la población mundial posee menos riqueza en su conjunto que el 1% más pudiente; o expresado en otra cifra, que 3.600 millones de personas en el mundo poseían, en 2015, igual riqueza que 62 personas ricas (Informe 'Una economía para el 99%' de Oxfam Intermón, 2016).

Trump es el mejor ejemplo de que, bien directamente, bien a través de vicarios, se está imponiendo una nueva (o mejor dicho, descarada) plutocracia, esto es, un gobierno de los ricos para los ricos. Medidas que claramente benefician a los mejor posicionados en la escala económica son presentadas como universales, en la creencia de que la mano invisible del mercado obrará su magia y redistribuirá esa riqueza. Puede que la fórmula de resultados a corto plazo -tal como ocurrió con la burbuja inmobiliaria y financiera-, pero no deja de ser un chiringuito expuesto a las borrascas del cambio climático. Tal es el despropósito que incluso grandes fortunas estadounidenses han solicitado pagar más impuestos: no hay que ser un mago de las finanzas para intuir que la turbodesigualdad se volverá cual bumerán contra sus economías.

El término plutocracia viene del griego πλουτοκρατία (ploutokratía, ploutos 'riqueza' y kratos 'poder'). El primero en usarlo, allá por el siglo IV a.C., fue el historiador Jenofonte en referencia la época previa a la democracia ateniense, cuando los 'hippeis' (caballeros), dueños de la mayor parte de las tierras y esclavos, lograron el control de la política en Atenas, imponiendo medidas en su propio beneficio, que incluían la esclavización de aquellos ciudadanos que no podían hacer frente a sus deudas.

A pesar de que desde la época de Jenofonte no son pocos los que han prevenido contra la plutocracia, esta se ha manifestado cíclicamente. Esta forma de oligarquía cuenta con un combustible portentoso, una fuente tan inagotable como el uranio e igual de tóxica: la plutopatía, esto es, la obsesión patológica por el enriquecimiento a toda costa, el mal que aquejaba al Tío Gilito (que en su versión original se llama Scrooge McDuck, en referencia al taciturno protagonista de 'Cuento de Navidad' de Dickens). Al otro extremo estaría la plutofobia, esto es, la aversión a las riquezas y a los ricos. Sin embargo, parece abundar más la plutomanía, la creencia errónea de que uno es millonario con apenas lo justo para ir tirando.

¿Confiaría el destino de su país, de su ciudad o incluso de su escalera de vecinos a un tipo que ha quebrado cuatro veces sus negocios? Ese es Donald Trump. ¿Creería a un tipo al que pillaron inventándose artículos en su época de corresponsal en Bruselas después de haber estudiado en el colegio más elitista de Inglaterra? Ese es Boris Johnson. Y con todo, ambos, y sus émulos en Francia, Alemania, Italia, España..., logran dar con la tecla adecuada del descontento: cuando una comunidad cree haber tocado fondo, ¿qué puede perder votando a alguien que les promete lo imposible? A los que ya nadan en la abundancia no tienen ni siquiera que convencerlos: juegan en el mismo equipo y saben distinguir entre lo que para ellos es grano (exenciones fiscales, privatizaciones, etc.) y paja (polémicas patrioteras y culturales).

Por suerte, la historia está ahí para recordar que esta receta suele acabar mal. Al que le dé pereza la historia, siempre puede sumergirse en un tebeo de patos de Disney (los hay maravillosos) y comprobar de forma gráfica la miserable vida que lleva y da a sus allegados y empleados el Tío Gilito.