Cada cierto tiempo me viene un propósito a la cabeza cuya intención de lograr me dura apenas unos días: Hablar mejor. Fíjense que no digo “hablar bien”, simplemente me conformo con hablar mejor. Y no lo consigo. Como vulgarmente se dice, soy un malhablado; uso palabras malsonantes, expresiones soeces y, también recurro al insulto cuando me provocan (o creo que me provocan). Procuro corregir este defecto una y otra vez pero siempre acabo reincidiendo. Como en otras muchas circunstancias de mi vida, seguiré intentándolo.

¿Por qué en España se habla tan mal? ¿Por qué tanto insulto? ¿Hay personas que se enorgullecen de hablar con tacos y de lanzar improperios a todo lo que se mueve? Hagan una prueba, mis queridos amigos. Busquen en Internet cualquier noticia de cualquier web en la que se puedan dejar comentarios. Si hay más de cinco o seis, de seguro llegarán los insultos y las faltas de respeto. Es lamentable pero es así. Me da vergüenza. Realmente no tengo ni idea de por qué se actúa así, pero somos más rápidos en sacar el insulto a pasear que Lucky Luke el revólver. Y eso que es más rápido que su sombra. Recuerdo a un amigo peruano que, a las pocas semanas de llegar a Zaragoza, me decía que estaba absolutamente anonadado con los insultos que aquí se dirigían con asombrosa naturalidad unos a otros: “¡Qué pasa, hijoputa! ¡No pasa nada, cabronazo!” Y estos eran de los más suaves del repertorio. Yo sentía mucha vergüenza.

Llevo más de un mes yendo al hospital y me sorprende el poder curativo de las palabras. Palabras dulces, cálidas, amables, casi musicales, pronunciadas siempre por enfermeras y auxiliares. Hasta por el personal de limpieza. Raras veces por los médicos (no vaya a ser que se humanicen). Escuchar esas hermosas palabras salidas del corazón y directas al corazón; tan sencillas como un “cariño”, o un “cielo”, o un “enseguida te pondrás bien”, también me inundaban de vergüenza al contraponerlas a las de mi exiguo y malsonante vocabulario. ¿Seré, seremos algún día capaces de contestar a una provocación o a un desaire con una palabra amable?

Mi madre siempre cuenta el día que, siendo ella una mujer casada, mi abuela le dio un bofetón porque se le escapó un “¡coño!” en su presencia. Buff... menuda era mi abuela con el lenguaje. Si me oyera hablar en mi día a día me iba a dar más que a una estera. En fin, tampoco se trata de ser tan exquisitos hablando como Antonio Gala, pero sí deberíamos ser mucho más cuidadosos con las palabras que usamos. Y tratar de usar nuevas palabras, y más cultas. Si no, terminaremos abocados a esa pobreza lingüística de la que hablaba Benedetti en “Todo es adrede”: “Sé que alguien proyectó hace un tiempo editar un diccionario con las palabras corrientes, las que todos usamos, pero resultó un volumen tan reducido que nadie lo quiso publicar”.