En opinión de Trotsky, para desbancar del poder a la autoridad legítima de un país entero no hacían falta ni unos recursos materiales desorbitados, ni tampoco que las circunstancias fuesen especialmente favorables a la sublevación -a través del desencadenamiento de aventurados desbarajustes colectivos, como podían serlo las huelgas generales o las revueltas populares-. La situación política previa del territorio, de hecho, era según su visión un aspecto secundario; del mismo modo que el pretender ayudarse de las masas desatadas podía acabar resultando no solamente contraproducente, sino también peligroso, sobre todo por la escasa probabilidad de que la multitud obedeciese siempre en la dirección requerida.

Mucho más valioso en cambio era conocer bien los puntos débiles del organismo que se pretendía atacar, analizar su funcionamiento, y acto seguido contratar a un personal adecuado que supiese desarticular, pieza por pieza, de manera certera y silenciosa, todos los aparatos que contribuyesen al correcto funcionamiento del sistema. El asalto, según Trotsky, era por tanto una cuestión más basada en la “técnica” que en la política, y es por ello que para urdir su plan quiso contar con la colaboración de un jugador de ajedrez y experto matemático, el oficial Antonov Ovseenko, que en aquellos días del mes de octubre de 1917 manejaría la ciudad de Petrogrado a su gusto, observándola con cautela a través de un gran plano desplegado en una mesa.

Las tropas de asalto seleccionadas para la maniobra, un millar escaso de obreros y marineros procedentes de la fábrica Pontilov y de la flota del Báltico, accedieron desarmados y con aspecto de paisano a los lugares más importantes de la urbe: los ministerios, las oficinas del gobierno, el edificio de Correos, las centrales telefónicas, las estaciones de ferrocarril y los cuarteles. Durante aproximadamente semana y media, estos “guardias rojos” se familiarizaron con el interior de estas construcciones, recorriendo sus pasillos y metiéndose en sus habitaciones. Vigilaron al enemigo sin reparo; estudiaron sus movimientos. Realizaron ensayos de su táctica insurreccional -las “maniobras invisibles”-, y, llegado el momento escogido, se hicieron con las riendas del país sin que el gobierno pudiese hacer nada para evitarlo.

La descripción de esta compleja operación que aquí solo referenciamos escuetamente, fue ampliamente analizada por Curzio Malaparte en sus Técnicas de golpe de estado (1931), un peligrosísimo libro que informaba sin ambages sobre los métodos a los que los golpistas de la era contemporánea podían recurrir siempre que quisiesen dinamitar los fundamentos de cualquier soberanía. Es fácil de entender que en el contexto del ascenso de los fascismos en Europa, un escrito de tales características fuese por una parte retirado del mercado en multitud de países, pero leído al mismo tiempo con fruición por algunos destacados líderes. ¿Acaso podía ser algo deseable que la gente común supiera que tras averiguar la fórmula infalible para tomar el control de los estados, el revolucionario Karl Radek llegase a proponer entrenar a escuadrones especiales para apoderarse del poder de todos los países del continente?

En cualquier caso, y tal y como vaticinó el autor de este ensayo, aquellos que aspiraron a partir de entonces a apoderarse por la fuerza de los gobiernos, constantemente desestimaron atender al “arte” subyacente bajo la forma más simple de la toma del poder, y no perdieron tiempo en diseñar tácticas demasiado elaboradas. Era mucho más común adoptar como punto de referencia las líneas trazadas tiempo atrás por Napoleón en su golpe de estado del 18 de Brumario, en el año 1799, cuando el futuro emperador se preocupó por aparentar con sus desmanes un respeto a la legalidad vigente dando lugar al llamado golpe parlamentario. “Desde este punto de vista -decía el escritor toscano-, Bonaparte creó escuela. Todos los militares que han intentado después de él hacerse con el poder civil han sido fieles a la regla de parecer liberales hasta el último momento, es decir, hasta el momento de recurrir a la violencia. Hay que desconfiar siempre, y en especial hoy en día, del liberalismo de los militares”.

No le cabía duda a Malaparte de que uno de los ejemplos más prototípicos de este último modelo fue el adoptado por Miguel Primo de Rivera, quien en 1923 operó un golpe de estado de esta clase valiéndose del pretendido respeto a las reglas del juego parlamentario, y del consiguiente respaldo del monarca, Alfonso XIII. Y es curioso que Malaparte tuviese a Primo de Rivera como un militar mediocre -como lo fueron todos aquellos que en esos días imitaron las formas bonapartistas para entronarse ilegalmente-, pues ya en terreno español, y durante los primeros días de la insurrección de la que hablamos, Ramón del Valle-Inclán escribía en una carta a Manuel Azaña algunas consideraciones que podían andar por el mismo camino: “A mí esta gente del Directorio me parecen unos sargentos avinados y varateros. La contestación a los presidentes de las Cámaras es una flor del más puro rufianismo […]. Porque muy idiota hay que ser para no alcanzar que esta gente militar -¿gente?- son unos asnos con piel de león. Es tan ridículo todo lo que está pasando”.

En poco tiempo, Valle-Inclán inició la redacción de una serie de obras teatrales publicadas en la revista literaria La Pluma en las que buscó criticar la injusticia de la nueva dictadura que se había impuesto. Posteriormente, en 1930 -año del exilio y muerte del dictador español-, tres de ellas aparecerían por fin editadas en un mismo volumen bajo el título de Martes de Carnaval, el cual hacía alusión en primer término al carácter irreverente y subversivo de la celebración, y por supuesto, también al “componente militar” que atravesaba en su conjunto toda la composición, pues “Martes” es el plural de Marte, el dios romano de la guerra. “Es una obra contra las dictaduras y el militarismo”, aseguró en otra carta el literato semanas antes de la primera impresión de estos esperpentos. De las tres piezas de que se compone el libro, la que más nos interesa ahora a nosotros es la última de ellas, “La hija del capitán”, ya que en ella se representa directamente el golpe de Primo de Rivera, si bien en este caso, como es comprensible (la obra data de 1927), los personajes responden a identidades ficticias y el país en el que transcurre la acción no es España, sino la fantasiosa nación de Tartarinesia.

“Siempre he sido enemigo de que los organismos armados actúen en política -dice el personaje de El General, alter ego de Primo de Rivera en la obra-, sin embargo, en esta ocasión me siento impulsado a cambiar de propósito”. A pesar de que la mofa al estamento militar es aquí permanente, y de que los altos mandos del ejército aparecen retratados en “La hija del capitán” como seres de gran vileza y desprestigio moral, el componente dramático tampoco se esconde en algunos momentos (“Redactaré un manifiesto al país. ¡Me sacrificaré una vez más por la Patria, por la Religión y por la Monarquía!”), ni tampoco, por cierto, las cuestiones técnicas del golpe de estado: “¡Estoy decidido! Pero no quiero perturbar la vida normal del país con una algarada revolucionaria. No montaré a caballo. Nada de pronunciamientos con sargentos que ascienden a capitanes. Una acción consciente y orgánica de los cuadros de Jefes. Que actúen los núcleos profesionales de la Milicia. ¡Hoy no puede contarse con el soldado ni con el pueblo!”.