Te propongo algo:
tú te quedas ahí,
sentado o de pie,
o haciendo el pino
—si es que lees así—
y yo te cuento una historia.
Y después,
tú,
sentado, de pie o haciendo el pino,
me dices qué te ha parecido.
Como si fuera un juego
en el que tú fueras el único jugador.
La protagonista de esta historia es una niña.
Una niña con una infancia feliz,
aunque con momentos oscuros
que va guardando en recovecos de su mente
que acabará cerrando con llave
para no volver a ellos jamás.
A esta protagonista,
llamémosla Julia,
le encantaba el mar.
Te aseguro que le bastaba el ruido,
ese murmullo de las piedras moviéndose lentamente,
para que los pelos de sus brazos se erizaran.
Julia quería un catalejo,
porque estaba segura de que,
si tenía uno,
podría avistar barcos piratas,
¡o incluso sirenas!
A veces soñaba con ser una de ellas…
Pero luego se acordaba de lo que le gustaban los árboles,
y los bosques y los lagos
y entendía que no se podía tener todo en esta vida.
Que, como siempre le habían dicho,
la vida se trataba de elegir.
Pero ella seguía mirando al mar,
tarde tras tarde,
noche tras noche,
A través de la ventana de su habitación,
pequeña, pero inmensa a la vez.
Su vía de escape,
su salvoconducto.
También le gustaba observar la espuma,
Esa que se formaba en la orilla
cuando las olas dejaban de ser olas
para convertirse en aire.
Y se asombraba cada vez que la purpurina,
esa que sale con la luz de la tarde,
empezaba a adornarlo todo.
Ese era su momento preferido del día.
Julia creció
y cambió su ventana por un ordenador.
Su pelo al viento por un moño deshecho.
Su mar,
por una montaña.
Su espuma,
por la fría nieve.
Pero Julia jamás abandonó su sueño:
ese de convertirse en alguien
sin tener que renunciar a quien es ahora.