Igual que el inmenso océano, que en sus profundidades abisales alberga formas de vida propias de la imaginación de H. P. Lovecraft, la sociedad humana esconde, más allá de la espuma de la cotidianidad, corrientes de información y opinión invisibles para muchas personas que se tienen por buenas observadoras de la actualidad. Digámoslo más llanamente: usted, que lee y se informa por los cauces habituales -prensa, radio, televisión, medios digitales...-, está tan ricamente en el ascensor de su edificio y de repente, ese vecino al que tenía por tipo cabal empieza a exponer, sin pudor alguno, comentarios que cualquiera que tenga cuenta en Twitter sabe que conducen de cabeza ante un juzgado de guardia. Usted sale del ascensor con la cabeza como un bombo, consolándose con que por suerte no vive en un rascacielos de 120 plantas y con una duda en la cabeza: ¿De dónde ha sacado su vecino ese argumentario montaraz, que aún plagado de manifiestas inconsistencias y falsedades, él tiene ya asumido como dogma, tanto que necesita compartirlo con el mundo?

Cuando esto nos pasa un día, puede ser cosa de una locura transitoria -quién sabe, igual justo su vecino se pegó un golpe con la esquina de un armario-, pero cuando dos o tres conocidos le salen con la misma monserga, empieza a haber un patrón. "Yo no soy..., pero...", "Habría que... a todos esos...", "Si esto es ser..., pues yo soy..." o, más fina pero igual de nefasta, "Quizás esto que voy a decir sea políticamente incorrecto, pero..." son comienzos de frase que no presagian nada bueno.

Reconozco que al principio estos afloramientos me pillaban por sorpresa, como el que ve salir ante sus ojos una seta en el campo. Luego, comprendí que existe una corriente subterránea que escapaba a mi radar y, lo que es peor, al de muchos opinadores y políticos de la vieja guardia, a los que estos giros en el humor público pillan con el pie cambiado. Igual que en Internet se habla de Deep Web, un espacio casi clandestino donde la información circula discretamente, en España tenemos una Deep TV, una televisión -pero también radio, portales digitales, grupos de Whatsapp...- que no es que esté oculta, pero sí resulta ajena a gran parte de la población informada. Hoy los asesores aúlicos y sociólogos de cabecera de los partidos deberían prestar más atención a First Dates que al resumen de prensa que les sirven al punto del día con recortes de El País, El Mundo, La Vanguardia... Probablemente, se asustarían ante su desconexión de la realidad.

No hay que meterse en los despachos para descubrir este contraste. Gracias a la divina banda ancha, solo Netflix cuenta con dos millones de suscriptores en España (según datos del Panel de Hogares de la CNMC); probablemente, muchos de esos dos millones de usuarios que disfrutan de series como The Good Place, Narcos, House of Cards o La casa de papel se mantienen voluntariamente ignorantes del amarillismo que cultivan Ana Rosa Quintana o Susanna Griso, del espectáculo político de Al Rojo Vivo o de Equipo de investigación e imitadores varios. A pesar del constante crecimiento de las suscripciones digitales, la realidad es que un 66% de los hogares españoles todavía se conectan a la televisión convencional; una brecha que probablemente tenga también mucho de generacional, otro más de los múltiples frentes divisorios que atraviesan nuestra sociedad.

¿Hay alguna conclusión para esta deslavazada reflexión? Quizás lo único meridianamente claro es que, por muy cómoda que resulte nuestra particular caverna mediática y social, nuestro refugio en la ficción de calidad, conviene de vez en cuando tomar aire y bucear por esas profundidades catódicas. Probablemente descubramos que tenemos la perspectiva cambiada y que lo que nos parecen opiniones minoritarias -por ajenas a la convención social ilustrada- son ya en realidad mayoritarias. Solo así la ola no nos pillará por sorpresa; solo así evitaremos ser los aterrorizados protagonistas de la escena final de La invasión de los ultracuerpos.