En el año 1856 salía de las prensas parisinas un tratado titulado Histoire de la cordonnerie que, pretendiendo abordar en teoría las cuestiones más estrictamente técnicas del oficio de los zapateros, acababa por describir en un momento dado la personalidad arquetípica de los propios trabajadores de la época en función del gremio al que perteneciese cada uno. De ese modo, el libro aclaraba que los carniceros eran casi siempre demasiado serios, que los pintores de brocha gorda eran irreflexivos y libertinos, los sastres lascivos, los abaceros necios, y los porteros charlatanes. Todas ellas actitudes observables por cualquier cliente que visitase con cierta regularidad los establecimientos de los citados oficiales y que por tanto no valía la pena discutir.

El problema, en cambio, llegaba al alcanzar el turno de los zapateros, a quienes en realidad estaba destinada la obra, pues el autor guardaba para ellos una opinión algo más firme que la manifestada para el resto de artesanos: “A pesar de la sencillez de sus gustos -aseguraba el texto-, los que hacen zapatos nuevos y viejos se distinguen siempre por un espíritu inquieto, a veces agresivo, y por una enorme tendencia a la locuacidad. ¿Hay un motín? ¿Surge un orador de la multitud? Se trata sin duda de un zapatero remendón que ha venido a pronunciar un discurso ante el pueblo”.

Si bien no puede negarse que la definición era efectivamente bastante severa y con seguridad demasiado generalizadora, parece en cambio evidente que en cierto modo estaba bien fundamentada. Al fin y al cabo, hacía ya tiempo que se venía registrando la participación activa de trabajadores de esta profesión en importantes revueltas populares y estallidos revolucionarios de diverso calado. Durante la toma de la Bastilla, sin ir más lejos, se llegó a detener a veintiocho zapateros; mientras que al darse por finalizadas las peores jornadas de la Comuna de París, hubo quien dijo: “por supuesto, como siempre, los zapateros”. Y lo mismo se observó por aquellas fechas en Inglaterra, en Austria, Brasil o Argentina cuando ya empezaban a aparecer por el mundo los primeros sindicatos de trabajadores. De un modo u otro, en el fragor de los peores conflictos, daba la impresión de que en cada uno de aquellos movimientos había grupos de zapateros metidos por medio.

Con el fin de desentrañar las razones originales que dieron lugar a este enigmático fenómeno, Eric Hobsbawm acometió una apasionante investigación -incluida en el volumen titulado Gente poco corriente, de 1999- que apuntaba hacia algunas de las particularidades del oficio para explicar la aparente radicalización endémica del gremio. Por esa razón, en primer lugar le pareció importante a este historiador subrayar la tendencia de muchos de estos obreros a familiarizarse con el ejercicio de la lectura, una práctica esta para nada corriente entre la mayoría de los trabajadores manuales de entre finales del siglo XVIII y principios del XIX, pero que para los zapateros era ciertamente común y hasta propia. Incluso llegaron a salir de las filas integrantes de esta corporación buenos dramaturgos, impresores, y hasta fundadores de revistas literarias que asombraron al mundo con su talento y que contribuyeron a promover la recurrente circulación de ideas y la discusión política en sus entornos inmediatos; y todo ello en unos ambientes de trabajo que, por lo demás, eran bastante propicios para la realización de estas actividades. Al fin y al cabo, el taller del zapatero era de los más silenciosos que se podían encontrar, y su actividad, que se realizaba estando sentado y de manera relativamente estática y reposada, incitaba a la reflexión y a la conversación relajada (a diferencia de lo que ocurría, por ejemplo, en la mayoría de las tabernas).

Conforme se fue haciendo patente que en aquellos rincones ocultos se dialogaba y se leían en voz alta los periódicos, muchos jóvenes de espíritu inquieto se propusieron iniciarse en una profesión que, por otra parte, no requería de una preparación especial ni de una infraestructura excesiva para empezar a trabajar. Es difícil llegar a saber si este palpable interés cultural pudo deberse al hecho de que a su vez los zapateros fueran expertos en el manejo del cuero, y de que tal circunstancia les hiciese dedicarse recurrentemente también a la encuadernación y restauración de libros. En cualquier caso, resulta muy evidente que, por sí sola, aquella intelectualidad manifiesta no hubiera adquirido nunca tintes radicales si no hubiese sido porque, además de leer libros, estos artesanos no llegaran a sentir un resentimiento desesperado por la baja condición social que ocupaban y por las dificultades materiales que atravesaron siempre para sobrevivir con el ejercicio de su profesión. Esa y no otra habría sido la circunstancia que durante décadas impulsara a muchos grupos de zapateros a incitar las revueltas de los trabajadores por medio de su angustia y su cultura. Y a la fuerza tuvo que ser así al menos hasta el momento en el que los nuevos modelos mecanizados de la era industrial acabasen con las posibilidades tradicionales de permanecer en silencio, pensando y charlando tranquilamente, en un ambiente de pequeña tertulia erudita.