Las alusiones ideológicas dentro de los textos de Karl Marx pueden rastrearse desde los primeros momentos de su trayectoria vital, cuando el autor del Manifiesto comunista no era más que un estudiante. En estos tiempos compuso una tragedia titulada Oulanem (1837) en la que su protagonista definía a los seres humanos como “simios de un Dios indiferente”, y, continuando con esa misma postura antirreligiosa, quiso después fundar en compañía de su profesor Bruno Bauer una transgresora revista que de todas maneras jamás vería la luz -Archivos ateos se tenía que haber llamado-.

Se ha recordado con reiteración que para Marx la religión era el “opio del pueblo”; esta metáfora, para nada nueva, pues ya había sido utilizada por otros importantísimos autores como Kant, Goethe, Feuerbach o Heine, tuvo una resonancia progresiva hacia mediados del siglo XIX, hasta el punto de que fue precisamente entonces cuando se puso de moda en los círculos ateos la figura mitológica de Prometeo, aquel bravo titán que robó el fuego a los dioses para dárselo a los humanos. No en vano, también Marx realizaría entre los años 1840 y 1841 una tesis doctoral de tintes claramente irreligiosos bajo el título de Sobre la diferencia de la filosofía de la naturaleza en Demócrito y en Epicuro, llegando a la conclusión poco más tarde de que la religión es “la queja de la criatura en pena, el sentimiento de un mundo sin corazón, y el espíritu de un estado de cosas embrutecido”.

Hasta aquí, todas las referencias apuntadas eran sobradamente conocidas por la crítica, si bien en raras ocasiones se les había dado la importancia suficiente como para asumir con eficacia tanto los posibles significados accesorios que sugiere la obra de este autor, como el alcance que algunas de sus consideraciones podrían llegar a generar en el mundo actual, a priori tan lejano de aquel al que nos referimos. Ha sido hace muy poco cuando un potente estudio de Juan Manuel Aragües Estragués -El dispositivo Karl Marx, editado por Prensas de la Universidad de Zaragoza en 2018- ha optado por una lectura alternativa de (todos) los textos marxianos con el fin de reivindicar el peso que en ellos merecería atribuir al concepto de ateísmo, cuestión esta que en resumidas cuentas nos situaría como lectores ante la posibilidad de escapar de la visión estereotipada a la que el filósofo materialista ha estado tradicionalmente avocado, ya sea desde el extremo de los detractores, o -incluso con mayor fuerza- del de los adeptos.

El dispositivo ateo que Aragüés defiende nos descubre que la idea de la Historia diseñada por Marx carecería de los fundamentos estructurados, ordenados y rígidos que hasta ahora otorgábamos a aquella “sucesión de los estadios” tan economicista (primero esclavitud, luego feudalismo, y finalmente capitalismo) que bebía sobre todo de Hegel, pero también de Montesquieu, de Ferguson o de Turgot. La irrupción del ateísmo, al contrario, debería hacernos ver a todos que el mundo de siempre -el que en el pasado permitió a las elites justificar las desigualdades ante una mayoría sumisa e inerme- había dejado de existir, y que con su exterminio se había evaporado también el concepto de realidad sostenido en occidente desde los tiempos de Platón. Esa idea, que por una parte rompía con la posibilidad de confiar demasiado en una concepción procesual del transcurrir histórico -de manera que a un modelo social le tuviese que suceder por fuerza otro concreto, reproduciéndose constantemente el mismo trayecto en todos los pueblos del planeta-, insinuaba asimismo que había un espacio amplio para la acción de los colectivos, puesto que no todo estaba escrito de antemano. Podría aceptarse que era esta una vía para justificar la protesta del proletariado oprimido, aquel que había sido defendido en el Canto a los tejedores de Silesia (1844) de Heine, en el poema De abajo arriba (1846) de Freiligrath, en las novelas de Dickens, o en el Germinal (1885) de Zola. “Los filósofos se han limitado a interpretar el mundo de maneras diferentes -sentenció Marx en una ocasión-; ahora lo que importa es transformarlo”.

Sin embargo, el campo libre que parecía extenderse ante la mirada de los desheredados no iba a ser tan sencillo de transitar. El individuo explotado en las fábricas, un sujeto en principio sacado de ese mismo molde que había servido para la reproducción de ingentes cantidades de trabajadores de vida miserable, estaba a fin de cuentas muy condicionado por las circunstancias inmediatas que le rodeaban: no solamente por su vida material, sino también por la educación que había recibido, por las relaciones que habría tenido oportunidad de entablar con los otros seres de su barrio, y por la información que hubiese conseguido interiorizar a través de diversos canales. Esta idea -“las circunstancias hacen al hombre”-, llevaría a Marx a concluir que las personas somos ante todo cuerpos muy dependientes de las inmediaciones sociales que nos envuelven, y que ese nuevo individualismo burgués que pretendía hacer creer que la humanidad común a todos es un factor igualitario capaz de hacer restar importancia a las patentes diferencias económicas entre unos y otros, era una falacia insoportable. “No nademos contra la corriente, / no violemos la ley, / subamos a la colina de Templow / y gritemos: ¡Viva el rey!”

Con todo lo dicho, Marx consideraba que bajo ningún concepto deberíamos identificar como “clase” a toda esa amalgama de operarios pobres que existieron en su época por el mero hecho de compartir de forma invariable la pobreza y la angustia. Solamente una vez que ese colectivo se hubiese unido para enfrentarse al otro gran grupo opuesto -a la burguesía capitalista, poseedora de los medios de producción-, podríamos empezar a hablar de clase social. Según la perspectiva marxista, era por ello fundamental que el individuo se asociase primero, y que seguidamente se movilizase para dar lugar a la práctica revolucionaria. Este sujeto -a quien Aragüés denomina antagonista- sería así pues quien tendría entre sus manos la responsabilidad de revertir las acciones emprendidas por cualquier aparato del poder (sean cuales sean) para alcanzar en última instancia “el interés de la mayoría”.

Sobre los métodos para acceder con éxito a aquel ideal comunista mucho se ha debatido durante más de un siglo. Desde una posición revisionista se sostuvo que la transición al comunismo podría llevarse a cabo respetando las estructuras capitalistas, sin una abrupta revolución previa. En el lado contrario, por su parte, se insistió en el hecho de que la nueva sociedad que se quería presentar solamente llegaría a materializarse “en serio” cuando todo el capitalismo en su conjunto hubiese sido reducido de una vez por todas a escombros y ceniza. Y si nos ajustamos a la literatura de Marx, no puede dudarse de que su artífice descartaba que en la construcción del comunismo pudiesen utilizarse partículas vivas del aparato del estado previo, lo cual, en otras palabras, venía a preconizar que el borrón y cuenta nueva era la única opción posible.

Aunque es evidente que en el pasado hubo ocasiones claras en las que la propuesta comunista pudo haberse impuesto bajo los preceptos ideológicos originales (pensemos por ejemplo en la Comuna de París de 1871, o en el Petrogrado de 1917), hoy en cambio este modelo no parece estar a la vuelta de la esquina, cuando en el corazón de nuestra sociedad posmoderna las prácticas neoliberales contribuyen día tras día a un impetuoso derribo de lo público. De todas formas, Juan Manuel Aragüés recuerda que ante el peligro de reducir los textos de Marx a un compendio de frases simplonas y repletas de intencionalidad maniquea, lo mejor que puede hacerse por ahora, en los tiempos que corren, es continuar leyéndolos con mucho interés.