En los últimos días del 2019, todos los diarios de nuestro país dieron mucha importancia al análisis de las protestas multitudinarias que habían tenido lugar a lo largo del año en los diferentes rincones del planeta.

Al parecer, era este un fenómeno insólito sin demasiados precedentes en la historia universal, que se desarrollaba sobre todo en las grandes ciudades, que afectaba a países tanto pobres como ricos, y que se caracterizaba además por la absoluta ausencia de un ideario único. A diferencia de lo que podría creerse, de hecho, esta concatenación de grandes tumultos masivos no llegó a estar de ningún modo articulada bajo una misma lógica, sino que las causas que los desencadenaron variaron siempre en función de los lugares concretos en los que en cada ocasión estallaba la chispa: se podía deber al aumento del precio en determinados productos de consumo básico, a la práctica sistemática de la corrupción en las esferas gubernamentales, a la palpable desigualdad social, o incluso al racismo.

Hay que añadir que las razones que inicialmente habían hecho despertar en cada lugar a la bestia del pueblo podían ir evolucionando con los días (al principio se reivindicaba una cosa, y después, con el paso de los días, otra más). Y tampoco se descartaba que la “pasión” popular de un sitio pudiese servir de acicate para que en otro lugar lejano con problemas similares, se desarrollase un episodio de magnitud comparable. Había un factor contagio bastante llamativo, por tanto; y ese es el motivo por el cual la periodista Gemma Saura llegó a hablar en un artículo publicado en 'La Vanguardia' durante aquel intenso mes de diciembre, de un verdadero “virus de la protesta”.

Pero resultó que ese virus de la protesta estaba destinado a desaparecer ante el surgimiento de otro bien distinto (que le iba a suplir a partir de ahora). La irrupción del coronavirus en la ciudad china de Wuhan, conllevaría indirectamente -y de manera inevitable-, la consiguiente aniquilación de los movimientos reivindicativos de los que hablamos; y es de esa manera que, poco a poco, y conforme los nuevos focos del Covid-19 fueron brotando y expandiéndose en latitudes diferentes, aquellos que jornadas atrás habían invadido el espacio público para desafiar al sistema, hubieron de regresar a sus casas y esperar allí quietos hasta que les fuese permitido salir de nuevo.

Ante este inusitado escenario de alerta sanitaria mundial, resulta comprensible que lo que ayer nos indignaba hoy ha quedado aparcado en cambio en una esquina apartada de nuestras mentes. Pero debemos tener igualmente en cuenta que en muchos casos la aparición del coronavirus, lejos de actuar como un elemento disuasorio, ha supuesto añadir un nuevo problema al ya existente con anterioridad; lo cual es como decir que los actos de protesta del año pasado podrían evolucionar hacia modelos diferentes según los casos. Pensemos, por ejemplo, en los países con un mayor índice de pobreza. Allí el coronavirus ha evidenciado la incapacidad palpable de proteger a la población frente a la amenaza del posible contagio, y ha manifestado también serias limitaciones a la hora de desplegar recursos sanitarios tanto materiales como humanos. En Zimbabue solo pudieron aprovisionarse con alimentos los más ricos, y en muchos suburbios de las ciudades no hay agua corriente, lo que supone el hacinamiento de personas en torno a los pozos comunitarios. Por su parte, Haití, donde meses atrás hubo manifestaciones importantes para conseguir la dimisión de su presidente (que finalmente no tuvo lugar), planta cara al virus con su hospital principal cerrado, ante las sospechas de que la adquisición de equipos de protección individual se ha efectuado mediante métodos fraudulentos, y bajo el yugo de las bandas armadas que controlan el país y que aprovechan la vulnerabilidad de la población para ensanchar su influencia.

En el extremo opuesto, nos encontramos con los estados más capaces de recurrir a la tecnología como método para proteger (y controlar) a la población. Paremos un segundo en lo ocurrido en Hong Kong a lo largo de las últimas semanas; allí se ha impuesto entre la ciudadanía el uso de pulseras localizadoras conectadas a los teléfonos móviles particulares, y se ha recurrido a la realización de videollamadas “sorpresa” a aquellos que deberían estar en sus casas respetando la cuarentena. Cuando todos tenemos todavía en mente los impresionantes disturbios provocados por el anuncio de la ley de extradición que el Ejecutivo hongkonés pretendía implementar, hoy se hace ostensible que ante la imposibilidad de continuar activamente con las protestas callejeras, es preciso recurrir también a la tecnología a nivel popular. Además de las campañas más visibles en las redes sociales, ha llamado la atención a este respecto el uso alternativo de un videojuego de Nintendo -'Animal Crossing: New Horizons'- en el que se ofrecen al usuario multitud de libertades en un entorno ficticio para colgar pancartas y mensajes reivindicativos. Solución ingeniosa y creativa, aunque solo útil hasta cierto punto. También en Estados Unidos ha habido un uso muy continuado de Internet entre los activistas del 'Anexo del Kremlin', pero pronto se ha visto que la fuerza de los 'me gusta' no es para nada comparable a la del cuerpo vivo que sale a la calle.

Tecnología, entonces; tanto para controlar, como para zafarse de ese control. Aunque es asimismo cierto que hay lugares en los que el orden establecido ha preferido imponerse mediante metodologías más clásicas. Así ha ocurrido en Chile, que ha desplegado ingentes unidades de carabineros en las vías públicas para conseguir una atmósfera de “disciplina social”. “Hace apenas un mes -escribía Patricio Fernández en un artículo del 'The New York Times'- había liceístas cortando el tránsito, patotas de lumpens marginales quemando inmuebles, buses y automóviles; esquinas convertidas en campos de batalla entre carabineros y jóvenes con cascos y escudos, saqueos a supermercados y multitiendas”. Sin embargo, a principios de este mes de abril, el presidente Sebastián Piñera se fotografiaba triunfal en la solitaria plaza Italia, lugar simbólico de las protestas.

El caso de Irak

La presencia policial y militar en las calles, como la vigilancia a través de la tecnología, si bien efectivas, tampoco han supuesto un freno total para quienes han elevado la práctica de las protestas a un estatus de hecho fundamental. Eso es exactamente lo que ha pasado en Irak después de que el confinamiento por el coronavirus amenazase con apagar las violentas manifestaciones -saldadas con más de cien muertos- que desde octubre protestaban contra la corrupción del país y la escasez de servicios públicos. En esta ocasión, la plaza Tahrir sigue acumulando a día de hoy concentraciones de gente, circunstancia que ha de sumarse al hecho de que una parte considerable de la población de Bagdad prometa no frenar sus protestas a pesar de los secuestros y asesinatos de activistas que ya han sido denunciados.

Pero no es este el modelo más común, según parece. En nuestro entorno más cercano lo que se observa, desde luego, es una mitigación espectacular de los ímpetus antisistémicos. Mientras que las abundantes noticias que nos llegan de Cataluña ya no tienen que ver con el embate del independentismo, en otros lugares de Europa donde la protesta ha estado igualmente generalizada, el resultado ha sido similar. La última manifestación de los 'chalecos amarillos' franceses, celebrada este 14 de marzo pasado, ya fue vista a nivel global como una imprudencia; y algo muy parecido ha pasado con las 'sardinas' italianas, cuyos cabecillas más visibles han declarado en entrevistas recientes su voluntad de dar continuidad a su iniciativa a pesar de que es del todo inviable operar nada en las circunstancias actuales.

Lo que depare el futuro a todos los países con población descontenta por los manejos y las políticas de sus clases dirigentes, eso es algo que no podremos saber hasta que la vida vuelva a retomar su rumbo. Lo que sí es incuestionable ahora, en el instante en el que nos encontramos, es que el tiempo de paréntesis que nos ha sido dado, por mucho que nos esté alejando de los espacios habituales para la protesta, nos acerca en cambio a nosotros mismos, a nuestras mentes y a nuestras conciencias; y esos, y no otros, son precisamente los lugares verdaderos donde nacen y se desarrollan no solo las ideas, sino también las ambiciones y los sueños.