No sé por qué intuía que las cosas aquel día no me iban a salir muy bien. Quizás porque me levanté con el pie izquierdo o, simplemente, porque me desperté de mal humor. En el desayuno discutí con mi madre. Ahora no recuerdo el motivo. Lo que es seguro es que era de tan poca importancia como la que concedí a mi madre aquella mañana. Salí de casa pensando: “Otro día igual; la rutina de las clases, las mismas conversaciones intrascendentes con mis amigos de la universidad, la comida típica y tópica con mi familia, otra vez clase y… a última hora de la tarde, me daría una vuelta con los amigos. Los mismos amigos.”

Así, aburrido de la vida, regresaba a casa aquella noche cuando recordé que, en una plaza cercana a mi calle, se había instalado una especie de feria ambulante con titiriteros, malabaristas, puestos de cerámica, de ropa, de comida, etc. Decidí comprar algo exquisito para mi exigente paladar, rechazando de esta forma mi cena casera de todas las noches.

Estaba esperando en la cola del puesto cuando oí sus risas. Un niño de unos ocho años observaba con alegría la marioneta que su padre le había regalado. Éste la manejaba con torpeza pero el niño era feliz viéndola bailar de un lado a otro. El pequeño también parecía bailar. Apoyado en dos bastones, la invalidez de sus piernas hacía que sus movimientos fueran muy bruscos en contraste con los de la delicada marioneta. Le costaba mucho esfuerzo moverse pero no le costaba nada reírse. Era una risa clara, fuerte, contagiosa. Una risa que yo había dejado olvidada esa misma mañana o quizás hacía mucho más tiempo.

El pequeño se marchó con su padre y yo me quedé con la escena grabada, y les juro que no se me borró hasta que abracé a mi madre nada más llegar a casa y durante un buen rato lloré sobre su hombro. Desde aquel día tengo la total seguridad de que la risa es algo que nunca me podrán quitar.