El día amaneció soleado, los jardines aparecían reventones y se contemplaban hermosos. La ciudad bullía en las primeras horas, y el tráfico rodaba y se detenía.

Había desayunado, como siempre, en la misma cafetería de siempre, lo mismo de siempre. Por delante presumía un día parecido al anterior y no muy distinto de mañana. Aparcó de mala manera, como siempre, y entró en la oficina. Repitió saludos, reiteró viejas bromas y se sentó en su puesto de trabajo, el de siempre. Sobre la mesa le esperaba un montón de aburridos expedientes, apilados, para aprobar o denegar. Casi todos, en uno u otro sentido, por los motivos de siempre. Historias anodinas de desconocidos, siempre intentando estafar a la compañía.

A media mañana le llamó su jefe al despacho, aquel ñiquiñaque, yerno del dueño de la empresa, empeñado en dinamizar -era su verbo preferido- una cadencia anquilosada en el polvo de los años. Quería mayor productividad, más agilidad y a él -eso dijo- lo veía como siempre, abúlico. ¿Abúlico? El imbécil debía de haber buscado en el diccionario de sinónimos, intuyó. Recibió el chorreo resbalándole por el alma -del cuerpo ya ni hablamos-, con la dignidad de un veterano y sin hacer notar su asco compulsivo, sujetándolo sin mayor dificultad para no mandarlo a la mismísima mierda.

Vio gestos cómplices y alguna sonrisa de ratón cuando volvió a sumirse en su tarea. Siguió a lo suyo, con el gesto impenetrable de quien sabe del mundo y su redondez, de quien ha visto demasiadas veces retornar las novedades de hoy a su pasado de ayer. Hasta la misma mosca de siempre -así le parecía- revoloteaba, pesada, como cada día caluroso, al aire de sus manotazos. Denegado, aprobado, denegado, denegado, aprobado... iban pasando aquellas carpetas de un lado al otro de la mesa. Faltaba media hora para acabar la jornada cuando vino un ordenanza con otra brazada de expedientes. Ya te van a dar por ..., pensó, como siempre.

A la hora en punto, se levantó, cogió su chaqueta, se despidió y condujo hacia su casa. Antes retiró la multa y la añadió al revoltijo de papeletas que almacenaba en la guantera. Aparcó de mala manera y subió a casa. Introdujo el llavín, como siempre, pero algo estaba cambiando, no cuadraba, porque la puerta no cedía. Forcejeó en la cerradura en medio de una desazón atractiva, un rayo de luz en su vida, el fin de la rutina. Luego, la puerta se abrió desde dentro y en el dintel apareció su oronda vecina: "Qué susto me ha dado, ¿no ve que está usted en el tercero, un piso por debajo del suyo?". Musitó una excusa y encaró, decepcionado, el tramo de escalera pendiente. Subiría hasta su piso y entraría en él sin dificultad, como siempre.

La policía llegó a mediodía del día siguiente, y poco después -según se contó en los corrillos- apareció un vehículo de corte oficial. Durante una semana pudo verse su coche mal aparcado, con varias multas aprisionadas por las escobillas. Hasta que se lo llevó la grúa municipal. Entonces, sosteniendo el rito de cualquier quiebra en el ordenado guion, el barrio estalló en conjeturas.

Como siempre