San Antón Abad, cuya vida transcurrió durante los siglos III y IV de nuestra era, y cuya festividad es celebrada cada 17 de enero con hogueras en toda la cristiandad, aparece representado en la iconografía, generalmente, bajo un árbol robusto y de frondosas ramas (bajo cuya sombra muchos pobres flacos y consumidos habrían de recibir de San Antón la caridad y el consuelo que precisaban) portando en sus manos un libro de oraciones, un báculo (símbolo de sanación), además de una campanilla como símbolo del anuncio de la resurrección. Y en sus ropas, el santo eremita luce en color azul (símbolo de pureza) la letra Tau griega mayúscula (a su vez símbolo de salvación, fuerza y potencia), la cual semeja en su forma a la representación heráldica del águila bicéfala o al dios Jano (nombre con el que antiguamente también se conoció al mes de enero) de la mitología romana. Asimismo, en las imágenes de San Antón, siempre aparece representada a sus pies la figura de un cerdo, en referencia a la secular tradición del cochinillo cojo y maltrecho que le habría presentado en la boca su madre para que lo sanase. Milagro que el santo hizo, y en cuyo agradecimiento el animal siempre acompañó a San Antón durante el resto de su vida.

Y en cuanto a las tentaciones a que los demonios sometieron en vida a San Antón, algunos cuentos sitúan al eremita como portero de los infiernos, pero lejos de someterse a los diablos, el santo abad habría utilizado su báculo para hacerles desistir de sus deseos para inmiscuirse en los asuntos terrenales, vigilando al mismo tiempo de que ningún alma confundida atravesara las puertas del Tártaro. Así que, malhumorados los diablos porque San Antón les estaba vaciando de almas sus calderos puestos a hervir sobre enormes hogueras alimentadas con huesos de difuntos (de ahí el sugerente nombre de bonfire -etimológicamente «fuego de huesos»- de la palabra «hoguera» en inglés) devolvieron a San Antón a la tierra. Y aquí, tras haber superado todas las pruebas a que los demonios le habían sometido, acabó por alcanzar la santidad, dedicado a la oración en la soledad del desierto.

Pero antes de regresar del inframundo, la inmensa piedad y caridad de San Antón le habrían llevado a robar el fuego de los infiernos, portándolo como un tizón en la punta de su bastón. Fuego sanador que después habría esparcido sobre el mundo helado, hasta entonces falto de la luz necesaria para la vida y del fuego necesario a las personas para cocinar. Y por haber descendido y ascendido de los infiernos, a San Antón también se le consideró intermediario para la salvación de las almas del Purgatorio, hasta el punto de que durante siglos fue costumbre decir a los niños en las hogueras de San Antón que cada una de las purnas que salían disparadas en el rusiente crepitar de los tizones, era un alma que acaba de ser liberada del Purgatorio.

San Antón, como garante del fuego que proporciona luz y calor durante el invierno a personas y animales, semejaría de este modo al temerario Prometeo de la mitología griega, quien -en el momento de furia en que los dioses decidieron privar a los hombres del fuego que les era necesario para calentarse, cocinar y fabricar herramientas- robó el fuego del rayo de Zeus y lo bajó a la Tierra, garantizando de este modo la supervivencia de la Humanidad.