Afirmaba Santa Teresa al recordar su infancia, que fue por influencia de sus padres que comenzó a amar la lectura. “Era mi padre aficionado a leer buenos libros, y ansí los tenía en romance para que leyesen sus hijos”. Al principio, su género preferido era la hagiografía, el relato pormenorizado de la azarosa vida de los principales santos que, en defensa de su credo, habían padecido el martirio en lugares y tiempos remotos. Al parecer fueron tantos los libros de esta clase que estudió, que Teresa acabó deseando recibir el mismo feroz destino que todos aquellos hombres y mujeres allí descritos. Con tal propósito precisamente convenció a un hermano suyo para viajar “a tierra de moros, pidiendo por amor de Dios para que allá nos descabezasen”; una empresa esta que muy pronto asumió como irrealizable, pero que le permitiría idear en cambio su siguiente proyecto: la construcción, en una huerta cercana, de una pequeña ermita a la que poder retirarse en soledad “para rezar mis devociones, que eran hartas”.

Si bien la santa evocaba estos episodios con cierta nostalgia, es bastante evidente en cambio que mostraba un claro arrepentimiento a la hora de rememorar la que posiblemente fue su gran pasión juvenil en lo que a gustos literarios se refiere. Por influencia de su propia madre (de la cual destaca en este punto su actitud reprobable), Teresa se aficionó en efecto a los libros de caballerías, un género que a pesar de gozar de una gran aceptación popular a mediados del siglo XVI, también suscitó frecuentes ataques y críticas de infinidad de moralistas, que solo veían en tales “vanos entretenimientos” un motivo por el que preocuparse. Los especialistas en la historia del libro han subrayado que ante la aparente vitalidad editorial que caracterizó los primeros tiempos de la imprenta, hacia finales del Renacimiento empezaron a surgir voces de protesta que abogaban por un mayor control sobre lo que se publicaba. Se ha hablado de un “cansancio hacia el libro”, de un sentimiento de rechazo que ponía el acento en los potenciales efectos dañinos contenidos en aquel exceso literario, alejado de toda voluntad pedagógica, en el que tantos habían incurrido. Santa Teresa, así pues, siendo tan solo una niña, no hizo sino sumarse a una corriente muy generalizada. “Era tan en extremo lo que en esto me embebía, que si no tenía libro nuevo, no me parece tenía contento”.

Es casi inevitable rememorar a este respecto lo narrado por Cervantes en el episodio del escrutinio de los libros del Quijote (capítulo VI de la Primera Parte); en realidad, no es posible hallar en nuestra literatura un ejemplo que nos ilustre mejor el modo desesperado con el que, en aquellos tiempos recios, se trató de localizar el texto subversivo o peligroso, para apartarlo forzosamente de sus potenciales lectores. Vemos aquí cómo, tras aquella fatídica primera salida del Caballero de la Triste Figura, los más allegados del protagonista se adentran en su estudio para decidir sobre el destino de sus novelas de caballerías, “autores del daño”, que en conjunto superan la centena. Tanto el ama como la sobrina del Quijote, que no presentan interés alguno por la lectura, pedirán por activa y por pasiva que se cojan todos los volúmenes y que uno a uno sean arrojados a través de la ventana al patio, donde se les pueda prender fuego rápidamente. El cura, por el contrario, optará por irlos estudiando individualmente, comprobando de esa manera qué ejemplares merecen ser destruidos y cuáles salvados. Lo curioso de todo esto es que el cura actúa aquí como un crítico literario, conoce perfectamente el contenido de los libros de la biblioteca y los valora desde un punto de vista no solamente moral, sino también artístico, porque los ha leído y a él mismo le gustan. Incluso llega a recomendar al barbero Nicolás, allí presente, la lectura de alguno de los ejemplares, que no duda en ofrecerle directamente para que en sus ratos libres pueda dar buena cuenta de ellos.

Es cierto que la mayor parte de la biblioteca del Quijote acaba siendo lanzada al patio para su destrucción (de hecho, el cura se termina cansando de mirar libros y en ese instante decide que se quemen los que aún quedan por inspeccionar); incluso se opta finalmente por tapiar la puerta de la habitación para que Don Quijote no pueda acceder nunca más a ella. Sin embargo, no deja de resultar curioso el hecho de que quien encarna a la figura del censor en este fragmento de la historia, muestre una actitud tan “humanística” y abierta hacia la literatura de diversión (en la biblioteca del hidalgo solo había libros de caballerías, novelas pastoriles y ejemplares de poesía). Sabemos que las cosas no fueron así por aquel entonces. Desde los inicios de la modernidad, el Santo Oficio actuó como un organismo férreo, de clara represión cultural, que a fin de cuentas debía servir a la monarquía en su decidido intento por congregar a toda la amplia comunidad de creyentes bajo un credo común. El primer Índice de libros prohibidos fue publicado en España en el año 1551 suscitando protestas claras entre el sector de los libreros valencianos; y poco después, en 1559, el Inquisidor General Fernando de Valdés supervisó la publicación de la que sería la lista más larga de esta clase hasta al menos el siglo XVIII, cuando volvió a experimentarse un recrudecimiento de la situación a este respecto. De los 699 libros prohibidos recogidos en la lista de Valdés, había títulos de Erasmo, de fray Luis de Granada, de Francisco de Borja o de Juan de Ávila; hasta el Lazarillo de Tormes aparecía incluido aquí.

Curiosamente, se tiene constancia de que fue en el mismo año de 1559 cuando Santa Teresa se decidió a escribir. Tenía entonces cuarenta y cuatro años, y era plenamente consciente de las dificultades que se le podían presentar de por medio, pues al Índice de Valdés, se le sumaba además su condición de mujer. El propio Juan Luis Vives había llegado a afirmar que “yo por mí no aprobaría ni querría ver a la mujer astuta y sagaz en mal leer en aquellos libros que abren a maldades y desencaminan las virtudes”. Podríamos constatar que el tono humilde con el que Teresa abría sus escritos, su abierta sumisión hacia aquellos confesores que solían leer su obra en un primer momento, y hasta su voluntad de dejar constancia en todo momento de que sus producciones literarias respondían a peticiones devotas de terceros y no al propio impulso creador que obviamente poseía, fueron tácticas audaces esgrimidas por la santa para esquivar los envites de la censura. También supo tejer con pericia una red de contactos con miembros importantes de la elite nobiliaria y religiosa, que eran quienes principalmente leían los manuscritos y quienes automáticamente se encargaban de difundirlo mandando ejecutar más copias. El Libro de la vida, de hecho, no se llegó a imprimir en vida de la santa, y aún así alcanzó una amplísima difusión gracias a las copias manuscritas que corrían de uno a otro lado. Es preciso aclarar en relación a esto último que entre los siglos XVI y XVII, los manuscritos todavía convivían activamente con los textos impresos, sobreviviendo sin problemas gracias a su presencia manifiesta en algunos espacios significativos, como podían ser las casas nobiliarias o los conventos femeninos. A pesar de todo, y dado el gran éxito de sus obras -se ha llegado a decir que eran como reliquias que curaban el dolor de muelas-, una primera impresión de Los libros de la Madre Teresa de Jesús salió del taller salmantino de Guillermo Foquel en 1588, siendo el editor fray Luis de León. Las obras incluidas en este tomo (la Vida, el Camino de perfección, y las Moradas), serían por supuesto a partir de entonces objeto de más voluntades censoras y de memoriales acusatorios, pero afortunadamente ninguna de estas quejas fue tenida en cuenta.