Con los estadios deportivos vacíos y las avenidas silenciosas, son muchos los pájaros y gatos callejeros que poco a poco se van atreviendo a conquistar los espacios que hasta hace unos días les habían estado vetados. Mientras tanto, nosotros, aquí dentro recluidos y aislados los unos de los otros, bien podremos encontrar ahora momentos para reflexionar acerca de la licenciosa vida que solíamos llevar, y de si seremos capaces de construir un escenario mejor para el futuro.

De todas formas, y si quisiésemos rastrear en el tiempo los instantes que vieron aparecer las primeras reivindicaciones colectivas de libertad en la historia, necesariamente deberíamos viajar a los últimos días del Antiguo Régimen, justo cuando ya se amenazaba con poner término al milenario sometimiento de las masas de pobres desheredados. El preámbulo de la Constitución de los Estados Unidos (1787) prometía de ese modo “promover el bienestar general y asegurar para nosotros mismos y para nuestros descendientes los beneficios de la libertad”, mientras que en el artículo primero de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789), los representantes del Pueblo Francés también ratificaban por su parte que “los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos”. Mensajes ambos muy prometedores pero que de todas formas no terminarían de cuajar a tenor de los acontecimientos que ya estaban teniendo lugar en el viejo continente conforme el nuevo siglo asomaba. Harían falta décadas de gran intensidad política, con la irrupción de las descargas liberales, la conformación de los nuevos Estados nacionales, o con la eclosión de componentes sociales hasta ahora inéditos, para que el concepto universal de libertad empezase a ser tenido por muchos como un verdadero objetivo a alcanzar en el horizonte.

A pesar de todo, la inauguración de la colosal Estatua neoyorquina en 1886, ese estratégico regalo que los franceses hicieron a los americanos cien años después de los acontecimientos a los que aludimos, escondía tras los famosos versos de Emma Lazarus -“¡Dadme a vuestros rendidos, a vuestros pobres!”-, una realidad bastante menos esperanzadora. Al imperialismo rampante practicado por las principales potencias del planeta bajo supuestos éticos y civilizatorios de dudoso tinte darwinista, se le empezaba a sumar en estos instantes el descarnado desengaño de las clases trabajadoras, que para nada apreciaban en su reciente liberación de las cadenas estamentales una evolución favorable de sus condiciones materiales de vida. Y es así que, no en vano, Franz Kafka daría comienzo a la primera de sus novelas -'El Desaparecido' (1912), que narraba las laberínticas desventuras de un joven inmigrante alemán en América- con la imponente imagen de una Estatua de la Libertad que, a modo de advertencia, en esta ocasión había trocado su antorcha por una espada.

Tal y como lo venimos planteando, la larga historia de los siglos XIX y XX podría también ser tenida por tanto como una constante y progresiva concatenación de intentos por rebosar los umbrales de la libertad, pero de una libertad muy frecuentemente escurridiza debido a los dramáticos acontecimientos que a escala global se libraron una y otra vez. Y es un hecho que ahora, una vez más, y antes de que se cumpla el primer cuarto del siglo XXI, la humanidad se ha visto sin podérselo esperar lanzada ante el desafío de salvaguardar algunos de sus más valiosos logros culturales en esta insólita guerra que es la del coronavirus. Es difícil todavía acertar con un balance sobre las repercusiones económicas y sociales que esta pandemia (comparada ya con la de la gripe española de 1918) conllevará a largo plazo, pero lo que es seguro es que, de no hacer las cosas bien, con el tiempo asistiremos en muchos lugares al espectáculo de ver cómo los poderosos aprovechan la crisis que se nos viene para realinearse a costa de los derechos y las libertades de la mayoría.

De momento, nos sigue pareciendo todavía algo casi inconcebible que una cosa tan básica como es el salir cuando queramos de nuestra casa para ir a dar un paseo, esté hasta nueva orden completamente prohibido; pero asumimos que la medida tiene un sentido claro -es preciso acatarla para preservar la salud pública- y por ello, al menos de momento, no la cuestionamos. Lo adelantó de forma clarísima John Stuart Mill en su ensayo 'Sobre la libertad' (1859) cuando desarrolló aquello que denominó como “principio del daño”, una idea que en lo esencial venía a recordarnos que nuestras libertades individuales deben llegar a su fin en el momento preciso en el que afecten a los demás, al conjunto de la sociedad. Y eso es justo lo que nos ocurre a nosotros hoy, en nuestros confinamientos domésticos, sabedores como lo somos de que infringiendo la norma podríamos poner en peligro a otras personas por mucho que no lo deseemos.

Por otra parte, si medidas de esta excepcionalidad siguen produciéndose en el futuro y si nosotros como colectivo llegamos a obedecerlas sin resistencia, eso es algo que solo el tiempo podrá aclararnos; en cualquier caso, tampoco estará de más que de momento nos preparemos individualmente para que, en el caso de volver a vernos ante un futurible escenario en el cual toda la ciudadanía acabe decidiendo por nosotros o a costa nuestra -la “tiranía de la mayoría”, según el ideario de Mill-, esa decisión sea al menos la mejor de las decisiones posibles. ¿No será por tanto ocasión para que apreciemos más que nunca el valor de lo público? O, por qué no, la importancia de los saberes humanísticos, del arte, de la música y de la conversación, que son los únicos que nos acompañarán cuando todo lo demás nos falte, y que las nuevas generaciones en consecuencia habrán de tener como fundamentales en las escuelas.

'Miedo a la libertad'

En el contexto del ascenso de los autoritarismos y del estallido de la Segunda Guerra Mundial, el filósofo alemán Erich Fromm temió que las personas, ante la consecución de los grandes trastornos de la época, se volviesen excesivamente conformistas y aceptasen sin reservas los modelos políticos que se les pudiesen dar por válidos, fuesen cuales fuesen. Hoy no son en cambio nuestras democracias las que corren peligro (si bien es este un sistema político que tampoco se encuentra precisamente al alza, como se sabe); pero ese conformismo, ese 'miedo a la libertad', puede afectar sin embargo a nuestras vidas cotidianas por otras muchas vías, como por ejemplo mediante la pasiva aquiescencia que solemos mostrar a la hora de asumir los patrones de consumo que se nos imponen, o por las formas que tenemos de llenar nuestro tiempo libre, a menudo tipificadas según convenciones de las que nosotros rara vez actuamos como agentes de decisión.

El reto que en relación a nuestra libertad nos plantea el mundo actual -un mundo que permanece suspendido en el aire como un globo-, requerirá entonces de nuestra parte una mentalidad más crítica a la hora de procesar la información que recibimos y de efectuar nuestras interacciones sociales. Al igual que en el año 1945 Karl Popper pudo delimitar, tras la derrota definitiva del nazismo, las fronteras auténticas de toda “sociedad abierta” (dotada de igualdad, humanitarismo e independencia política), 2020 será posiblemente un buen año para plantearse algunas fisuras contemporáneas en el terreno de la libertad que podrían estar afectando a nuestro albedrío más rutinario sin que hasta ahora hayamos hecho mucho por evitarlo.

Deberemos asumir que, antes incluso de la cuarentena, nuestra libertad fue puesta en entredicho cada vez que una corporación o ente indescifrable accedía a nuestros movimientos para predecir comportamientos futuros y actuar en consecuencia. Deberemos también reivindicar una mayor privacidad, una mayor individualidad, por mucho que las monitorizaciones a las que podamos estar sujetos nos sean vendidas bajo el disfraz de una seguridad (o incluso una diversión) que nos aseguran estar necesitando. Y por supuesto, nosotros mismos -congratulados como estamos con las súbitas muestras de solidaridad vecinal de estos días- podremos asimismo contribuir a la garantía de nuestras libertades futuras de una forma muy sencilla: cuando asumamos que en realidad contamos con el mismo derecho a disfrutarlas que aquellos que se siguen arriesgando a entrar furtivamente en nuestro país a pesar del coronavirus.